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La noche infestada
| Poesía y narrativa peruana / Moscas de bar | Febrero 26, 2015
Salomón deja la poltrona y se
recuesta en la cama, aún pensativo. Nadie me creerÃa, se dice, los magnicidios
del FREN sucedieron hace más de quince años. No logra dormir a causa del llanto
de un niño en la calle, pero sigue contando hasta diez para no retrotraer el
asunto que lo carcome y poder descansar. Abre la puerta del balcón como todas
las noches, porque no tolera el calor de enero mientras duerme. Y ahora decide
apagar la bombilla. Se desnuda en la oscuridad, vuelve a recostarte en la cama
deshecha y retoma su cuenta. Es inútil, no puede dejar su cavilación, es
necesario que busque ayuda.
Vuelves a oÃr al niño en la calle,
un poco más cerca esta vez, pero te aturde que sea un llanto de gato, es decir:
el de un niño-gato. Qué raro, piensas, parece un gato llorando como un niño,
pero por momentos es tan verosÃmil que no entiendo cómo lo pude confundir. En
el cuarto oscuro la única luminiscencia proviene de la puerta abierta, que
recibe el reflejo de la luna en cuarto creciente. Miras el marco astillado,
distingues una sombra, te reclinas y ves a un gato, un hermoso angora parduzco,
con la cabeza muy grande, parecida a la de un león. Quieres asustarlo para que no
entre y esparza su pelaje por el cuarto, pero oyes que comienza a llorar, es el
mismo llanto del niño. Te asustas, pero te divierte esta peculiaridad.
Está montado en el muro, pero de pronto
brinca y llega al pie de mi cama. No puedo evitar su mirada, tiene los ojos
rojos como los de un conejo, pero con una fiereza indescriptible impregnada en
las retinas. Le tiro una almohada, pero él la esquiva. Me salta encima y me
clava una de sus garras en el pecho. Entonces yo lo pateo y él escapa chillando
como un niño herido. Atolondrado por la maniobra del animal me precipito y
prendo la luz. Me reviso la llaga y distingo una cruz dibujada entre mis
tetillas, que sangra como un Cristo. Es cuando tengo una clarividencia: el gato
es un demonio, un enviado del Maligno. Cierro la puerta del balcón, aún
asustado. Cojo el teléfono, digito un número y espero a que ella conteste.
-¿Kenia? –Pregunta-, ¿eres tú?
-SÃ, qué te pasa, poeta –responde
ella-, es medianoche.
-Es la casa –dice él-. Acabo de
tener una visita demoniaca, y me ha nacido una idea providencial.
-¿Cuál? –contesta la voz desganada,
bostezando.
-Exorcizarla –grita Salomón-,
tenemos que exorcizar la casa.
-¿Pero eso en qué te ayudarÃa?
–Objeta ella-. Además, para eso necesitas de un cura y no de mÃ.
-Claro que me ayudarÃa –responde-,
siempre y cuando sea esta noche. Lo tengo todo planeado.
-¡Ah!, no –insiste-, tú sabes que no
solo soy escéptica, sino también atea, y me acabas de decepcionar, poeta,
porque te creÃa lo mismo.
-Y lo soy –la tranquiliza-, pero
tienes que entender que no se trata de mÃ, sino de la casa.
-No lo sé –duda-. Esta vez estás
recurriendo a la persona equivocada…
-En absoluto –la ataja-, no puede
haber persona más indicada para esta misión que tú, Kenia Orleander. Tienes un
pasado oscuro, tú me lo has confesado hace poco, fuiste bautizada e hiciste la
primera comunión, conoces a la perfección los tejes y manejes de la Iglesia.
-Por favor –se rÃe-, me bautizaron
al nacer y…
-Y vas a ayudarme –se precipita-.
Sabes que nunca he entrado en una capilla, que nunca entrarÃa si no fuera por
algo asÃ.
Kenia asiente, derrotada por las
súplicas de Salomón, pero le advierte que no irá a verlo a Desamparados, sino
que lo esperará en la catedral de Nuestra Señora, a las doce y media. Él se
viste apresurado, calculando los minutos, y sale a la avenida Kennedy para
tomar un taxi. Llega al Parque Central, paga lo que marca el taxÃmetro al
chofer calvo, baja del auto y espera sentado en una banqueta sin respaldo, frente
al templo imponente. Mira la hora en el reloj de la torre, falta poco para la
una, y voltea para atisbar todas las esquinas, pero ella no aparece. Kenia deja
Colón y toma la calle Presidente, preguntándose por qué hace esto, si es que
acaso ella también está loca. Al llegar sorprende a su amigo, abrazándolo por
la espalda. Pero éste la obliga a sentarse a su diestra, se desabotona la
camisa y le muestra su herida.
-No tenÃas que hacerte esto –le dice
Kenia-. En serio, poeta. Te creo igual con herida o sin ella.
-No –responde Salomón-, me lo hizo
el Demonio que se me presentó en forma de gato. Pero será mejor que le contemos
estas cosas al cura. Vamos, llévame con él.
-No es tan fácil –se opone,
señalando la catedral-. Está cerrada y
no creo posible que alguien nos atienda.
Te detienes a meditar, circunspecto,
mientras ella bosteza somnolienta y abúlica. De pronto tienes una idea y le
propones a Kenia saltar el enrejado que rodea a la iglesia y llamar con
insistencia a la puerta trasera, que debe ser la que da al subterráneo de los
enclaustrados.
-Esa puerta pequeña da a una
antesala oscura que lleva al cuarto del padre Quiroga –le advierte ella-, un
español que no duerme en el sótano como los demás.
-No entiendo –replica Salomón- ¿Por
qué no duerme junto a los otros sacerdotes?
-Porque es un carismático –le
explica-, asà se les llama a los curas del ala liberal de la Iglesia. Cuando
era niña venÃa a verlo con mi abuela. Ella y el padre fueron amantes.
Contengo una carcajada divertida,
pero noto que ella no bromea, sino que me cuenta cómo los encontró solazándose
en el desván, detrás del altar mayor, sobre un catre sin colchón, una mañana
después de misa de ocho en que el padre la habÃa dejado rezando una penitencia
insufrible y ella habÃa decidido seguir a su abuela que salió y bordeó el templo
para franquear la puertecilla. Ahora comprendo, ésta es una de las tantas
razones por las que mi amiga no cree en Dios ni en las religiones; como yo, que
nacà y crecà en un hogar ateo, con un padre revolucionario y una madre
ciclotÃmica.
Deciden trepar el enrejado, brincar
y empezar a correr antes de que algún corchete del orden los alcance. Ella lo
hace primero, ayudada por él, que se inclina para servirle de banquillo. Ahora
Kenia, desde el otro lado, extiende sus manos entrelazadas y le sirve de impulso.
Salomón pisa las palmas tensas y se balancea en el fierro horizontal, vuelca
medio cuerpo y cae sobre uno de sus flancos. Un corchete pita desde el Parque,
avanzando decidido. Kenia levanta a su amigo y ambos corren. Él toca la
puertecilla con insistencia, mientras que ella atisba al corchete que avanza
por la vereda. No espera entre toque y toque, sino que lo hace con temeridad. Pero
el tablero se desliza dejando escapar un olor rancio, casi amoniacal.
La llamas con un graznido de
repulsión. Ella deja de caminar hacia los barrotes para darle el encuentro al
guardián y te sigue. Oyen las pitadas insistentes, que languidecen y llegan a
ser silbidos confusos que el corchete dirige a la nada. En el ámbito oscuro
sienten una presencia omnipotente, inexplicable. Tratan de tantear una entrada,
una salida, una ventana por donde escapar, porque la puerta que han cerrado los
ha dejado en una penumbra desorientadora.
Palpo el botón de la luz en la pared,
lo presiono. Kenia sigue extraviada, con los ojos cerrados y las manos
extendidas, como una sonámbula despistada. La apabilo con un chasquido. Entonces
ella me ve y mira también la antesala vacÃa, la puerta a poca distancia,
entrecerrada, y una hornacina en el rincón menos iluminado. Nos miramos, vemos otra
vez la puerta alta. Yo camino decidido y mi amiga me sigue, cogiéndome por el
brazo. Noto desde la rendija un ángulo de la habitación: el filo de un catre,
un retazo de sábana amarilla, el extremo de un ropero color chocolate, un
rectángulo de piso con losetas oscuras. Siento la mano de ella, temblona, que
me contiene, pero oigo una orden, emitida por una voz en la habitación.
-Apagad la luz y venid –dice el
padre-, llevo dos semanas esperándote.
Kenia se adelanta, menos temerosa, y
contesta a la bienvenida equÃvoca sin franquear la puerta.
-¿Padre Quiroga? –Pregunta-, somos
dos cristianos que venimos por ayuda… -su voz languidece, pero el cura no
contesta, sino que apaga la lamparilla y ellos solo ven en la ranura de la
puerta la oscuridad inamovible de hace instantes.
-¿Alguien vive? –la secunda Salomón,
tenso por el silencio.
Perciben el bulto moverse en la
penumbra del tabuco, pero siguen atentos, ella a la diestra de él. De pronto,
como una aparición, el rostro macilento del padre asoma en la rendija,
asustándolos y haciéndolos retroceder con un grito al unÃsono, involuntario. El
rostro es amarillo, tiene los ojos redondos y grandes como dos platos y un par
de ojeras amplias que acrecientan sus circunferencias; la nariz con una gota en
la punta, que pende entre las ventanillas porosas; el cabello cano y el cuello
ajado y larguirucho.
-¡Ave MarÃa PurÃsima! –exclama
cuando los sorprende-, ¿qué hacéis aquÃ,
quién os dejó entrar?
-¡Sososomos… –intenta decir Salomón-
nenenecesitamos sususu ayuyuyuda.
-Encontramos la puerta abierta
–interviene Kenia, más resuelta que su amigo-. Necesitamos su ayuda, padre
Quiroga.
El cura cierra la puerta con un
impulso furioso. Ellos vuelven a retroceder, expectantes. Esperan y lo ven
salir, menos extrañado, con una sotana negra de diario y un crucifijo de plata
sobre el pecho.
-¿Por qué profanáis de esta manera
la casa del Señor? –Los exhorta- ¡Arrepiéntanse y pónganse en penitencia,
herejotes!
-Se trata de mi amigo –lo ataja
ella-, necesita desalojar a unos demonios de su casa, padre.
Yo me desabotono la camisa y le
muestro al cura mi pecho con la herida. Éste la ve y se persigna, deteniendo su
mirada en mi expresión. Es cuando me torno lÃvido y comienzo a retroceder.
-Está sangrando –advierte Kenia.
-¡Afuera! –Ordena Quiroga- ¡Sacadlo
de aquÃ!
La muchacha abre la puertecilla y
sale junto a su amigo. El padre descuelga un manojo de llaves antiguas
prendidas en un clavo de la pared y los sigue.
-Es el peso de la Iglesia –se
explica-. Mantengámoslo a buen recaudo por el momento.
Sigues ensimismado, como absorto, y
blanqueas los ojos, aunque te mantienes dócil como un zombi autómata. Te dejas
llevar tomado por los dos, uno a cada extremo, cogiéndote los brazos. Finges
cejar por un impulso maligno, te rehúsas, pero aún mantienes cierta mansedumbre
y continúas.
-No tengáis miedo, hijo mÃo –dice el
padre-, Dios está de vuestro lado –termina de conducir a los jóvenes por el
lado derecho del templo, prueba las llaves en el portón gigantesco, abre una
hoja y apremia a Kenia para que le ayude a arrastrar el cuerpo de Salomón, que
patalea sobre los adoquines del rellano.
-No es necesario –le susurra ella a
su amigo-. Contrólate, por favor –comenzando a dudar de la veracidad del espectáculo.
Comienzo a tiritar, como atacado por
una fuerza externa que se ha apoderado de mi voluntad. Mascullo monosÃlabos
ininteligibles, volteo los ojos e imposto una voz gutural, metálica. El padre
me jala de los pies y me introduce en el primer pasillo de la catedral. El
techo inalcanzable, revestido en pan de oro, hace eco de mis frases y rugidos.
Me esfuerzo en ser natural y mientras entro, arrastrado por el cura, agudizo
mis injurias, trato de babear como un poseÃdo, retorcerme como si el piso de
este lugar me quemara en las espaldas; sacudo mis extremidades, ya no me
importa lastimarme.
-Crux Sacra sit mihi lux –reza el
padre, como para sus adentros, mientras lo acomoda sobre la primera banca,
frente a una pileta de agua bendita-, non Draco sit mihi dux.
-Qué le va a hacer –grita Kenia-,
tenga cuidado –al ver que levanta en peso a su amigo y lo deja sobre la
banqueta.
Salomón permanece inmóvil, pero de
pronto se reclina y pone los pies sobre el piso, quedando sentado, aunque
todavÃa en estado de letargo. Ella lo mira desde el altar, con un gesto de
desaprobación. El padre le quita un clavel pequeño al florero puesto sobre uno
de los pedestales del atrio, regresa a la fuente, remoja el botón con delicadeza
y siente de pronto un remezón; entonces cae y se queja:
-¡Vade retro Satana! –blandiendo el
clavel amarillo sobre la cabeza del muchacho, con quien se ha trenzado en una
lucha cómica.
Brincas y lo envuelves con tus
piernas oblongas. Tus brazos forman una tenaza que lo acogota. Lo tumbas y
sientes sus rasguños, sus esfuerzos por desprenderse de tu ataque.
-¡Numquam suade mihi vana –grita el
cura, desprendiéndose de su agresor-, sunt mala quae libas –continúa,
sujetándolo sin mucho esfuerzo contra el piso-, ipse venena bibas!
-Está mintiendo –le advierte la
muchacha, ya sin contener la risa-, no le haga caso.
-¡Sujetadlo, incrédula! –Le responde
Quiroga-, ¡tomadlo por las muñecas!
Kenia releva al cura y me mantiene
anclado al piso, mientras que yo muevo la cabeza de un lado para otro, emulando
las escenas mejor logradas de los exorcismos cinematográficos. El padre
comienza su ritual pasando por alto todos los protocolos de exigencia, excitado
por mi trance de endemoniado.
-¡Quién sois, identifÃquese en
nombre de Cristo, Maligno! –le ordena al cuerpo en pugna, blandiendo el tallo
desnudo como si se tratase de un látigo.
-Soy Porfirio Ballena –dice la voz
ronca-, saquen mi cuerpo de la casa… -el muchacho puja, gruñe, escupe e imita
el rugido de un león.
-¿El alcalde?, ¿sois el alcalde
asesinado? –Pregunta agitado el cura-, ¿por qué perturbáis la paz de este
cuerpo joven?, ¿qué buscáis entre los vivos?
-¡De ti no busco nada, Bestia de
Siete Cabezas! –Grita Salomón- ¡Gran Ramera!
-¡Suficiente! –Reacciona Kenia,
soltándolo-. Esto ya no me gusta, poeta.
Salomón siente sus extremidades
libres, escucha a su amiga, mira la expresión del hombre, sopesa sus
posibilidades, y, desarmado, se abalanza sobre el cuello de éste y lo acogota
con ambas manos. Kenia lo empuja, sin dejar de gritar. Él resbala, cae de
espaldas. El hombre se abalanza decidido y lo aprisiona poniendo su rodilla
gorda sobre el pecho del muchacho, mientras lo abofetea.
-¡Sufre de histeria! –Exclama ella-
¡no sabe qué hacer!, ¡cree que hay un cadáver enterrado en su casa!
-¡Abandonad este cuerpo, os lo
ordeno en nombre de Jesús! –Aúlla el padre, sin dejar de golpearlo-, ¡Dejadlo
ahora!
-¡Su padre mató al alcalde –insiste
Kenia, viendo a su amigo inconsciente-, el pobre cree que el cuerpo está
enterrado en su cochera!
Antonio Salerno (1989 ) es un joven narrador chiclayano. Estudiante de SociologÃa en la Universidad Nacional Pedro Ruiz Gallo. Ha escrito las novelas La cama miserable, La casa de los cuervos, Huelga y La Joya y el eunuco, ésta última recientemente publicada por la Editorial Prometeo Desencadenado.
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