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Sed
| Poesía y narrativa peruana / Moscas de bar | Junio 28, 2012
Allà estaba otra vez, ese ruido. Aquel ruido frÃo, cortante, vertical, que ya tanto conocÃa pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un dÃa a otro se hubiera desacostumbrado a él.
La tercera resignación – Gabriel GarcÃa Márquez
Estaba ya ahÃ, confinado a la sed, muriendo. Sintió que los labios se transfiguraban en escamas, se secaban como hojas de tabaco, se cuarteaban con frenesà provocando heridas. Eran como los bordes escabrosos que sobre los cerros se ciernen; el siroco los hizo más vulnerables aún: los convirtió en una cumbre rocosa, llenos de costras que la naturaleza, sus efluvios y la dejadez del tiempo proveen. Tampoco funcionaban sus brazos, muchos menos sus piernas. El sudor lo consumÃa, lo cernÃa sobre la más ignÃvoma sensación de tener la piel hecha brasa. Y ahà arriba, en la bóveda celeste, sin alguna nube que bordeara el óleo etéreo, se imponÃa con caballos encabritados el dios que todo lo come, que todo lo cocina. Por culpa de este fuego imperativo, por la necedad de su viaje, de su avión caÃdo, no conocerÃa el agua o la vida que el lÃquido elemento implicaba. MorirÃa en medio de la nada, de la más absoluta imprecisión geográfica. Dios querÃa que sobreviviera al accidente del ala izquierda, la turbina averiada en pleno vuelo, para que el periplo, hasta ese entonces truculento, culmine con la sequedad del desvalido: su muerte sauria.
HabÃa decidido, si no el viaje, su profesión hace mucho tiempo, cuando cumplió los quince años y sopló unas velas sobre un pastel pobrÃsimo. Juró que volarÃa y se transformarÃa en piloto. Y terminó el bachillerato con notas sobresalientes, teniendo las recomendaciones de todos los profesores que enseñaban. Su familia creyó que serÃa un doctor excelentÃsimo, procurador de la salud y vigilante asiduo del cáncer y otras patologÃas malignas; o quizás el abogado, hombre de leyes, que cambiara constituciones e instalara nuevas cortes de Cádiz, velando por la solvencia y la valoración del derecho, de los humanos. Sin embargo, la tenacidad, la valentÃa y aquella adrenalina estúpida, que lo hacÃa presa de varias peleas, del desasosiego constante vertido en decisiones procaces, en discusiones con sus padres, le hicieron elegir lo impensable. “Seré piloto, madreâ€, dijo un dÃa de otoño. Y ya lo veÃan matriculándose en la Fuerza Aérea, cumpliendo cabalmente todos los entrenamientos, los ejercicios fÃsicos y psicológicos, estudiando la fenomenologÃa del cielo, y construyendo, al tuétano de la pasión, miles de avioncitos de papel.
Pero el dÃa en que la asperidad se apoderó de su garganta y la convirtió en una cánula llena de arena y piedras, ninguna investigación geológica lo pudo salvar de la necesidad del agua. Su vuelo habÃa partido a las once de la mañana, y era su examen final. VestÃa el uniforme oficial, verde y arrugado, con muchas tiritas que sobresalÃan de los bolsillos, y un casco blanquÃsimo con el nombre de “Rapaz†en el borde delantero. VeÃa, con más candor que antes, el cielo y los surcos dorados que truncaban derredor el celestino firmamento. Su tarea, según el comandante, era bastante simple. “Recorrerás desde aquà hasta la fronteraâ€. Se montó en su asiento, sobre su planeador soviético, y encendió el motor con vehemencia y confianza. Alzó vuelo, después de dar algunas vueltas a la pista de aterrizaje, y realizó algunos rodeos en el cielo con suma pericia. Finalmente, se vio resuelto a seguir el camino delimitado por el comandante y voló cerca de una hora. Mientras sobrevolaba el desierto costero, y observaba cómo la nada, y el calor que no sentÃa, eran hegemónicos alrededor, una alarma le advirtió de los contratiempos técnicos que la turbina del ala izquierda ostentaba. Creyó que bajar a tierra firme y pedir ayuda serÃa una infamia imborrable contra su honor de piloto novato, y por ello, aun con una parte del planeador averiada, siguió su camino. Media hora después, el planeador caÃa muchos kilómetros abajo, sin que pudiera controlarlo, tomado del timón como si de ello dependiera la salvación del universo. Fueron rápidos y audaces sus movimientos, pues presionó el botón necesario para saltar, con todo y asiento, mientras observaba, con desdén, cómo su máquina voladora se embestÃa contra el suelo desértico, convirtiéndose en explosión y ceniza.
Cayó suavemente en los médanos. Solo la fulguración y el bochorno lo acompañaban, y ningún oasis, como habÃa visto tantas veces en las pelÃculas del cine Colonial, lo salvarÃan. Quizá algún principito inocente y locuaz lo acompañarÃa, pero ni las lagartijas u otros pequeños saurios se aproximaban siquiera a darle un pésame previsible. Resolvió por quedarse ahÃ, donde su querencia a la aventura y su necedad al peligro lo habÃan llevado y, por un instante, tuvo miedo. Ese momento, al comienzo corto, fue expandiéndose y acechando su estoica mentalidad. Ya no le bastaba quedarse quieto, estarse ahà en la más impoluta superficie arenosa, por lo que decidió correr por mucho tiempo. CorrÃa como si de una maratón se tratase, como si de ganar la carrera la donación fuese para curar la enfermedad de su madre o cambiar de una vida llena de carencias a alguna otra con lujos mayestáticos. CorrÃa, al fin y al cabo, contra la muerte; no sabÃa, siquiera, que a medida que más se movÃan sus pies, que más los arrastraba en la calentura del desierto, la senescencia de la dermis parecÃa mostrársele con la avidez que las enfermedades, como la lepra, carcomen la juventud y la belleza. Cayó de bruces, unos kilómetros después, y lentamente fue suplicando por saliva.
La pasaba por su garganta con reticencia, casi controlándola para que sus estertores sean más pausados y sus peticiones más largas. En efecto, no podÃa siquiera habilitar el movimiento de un dedo, y mientras más horas afligÃan su ya marchita boca, la esperanza parecÃa más lejana y el deseo de hallar aunque sea una gota de agua habÃa desaparecido. De su cutis fatuo sobresalÃan ampollas encarnadas, y sus manos, heridas por las lanzas doradas que un sol lacerante disparaba, se destinaban a la progeria. De los médanos partÃa una brisa suave, que cubrÃa los cabellos del piloto, apelmazándolos y enterrándolos, regalándoles un color herrumbroso. Cuando ya no hubo sentido ningún ruido, ni siquiera el del viento concomitante del polvo que sopla con pesar, y también, cuando la última gota de espumarajo hubo recorrido el túnel por el cual circulaba, en otros tiempos, cervezas y jugos de frutas tropicales, se comió la arena y los médanos al piloto y lo llevaron a la siguiente costa caliente.
Autor: Marco Zanelli (Chiclayo, 1991)
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