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Laberinto: la (de)construcción de la fantasía

Esta semana el Cineclub de Lambayeque proyecta “Laberinto” (1986) de Jim Henson. Comentaremos esta película que tiene como protagonistas a Jennifer Connelly y David Bowie.

  |   César Vargas / Muchas pelí­culas   |   Marzo 07, 2013

“Laberinto” (1986), de Jim Henson, es un viaje de crecimiento, un camino hacia la madurez y una revisión de la poderosa capacidad creadora de la mente humana en su etapa más pura y fecunda: la niñez.

Sarah â€“Jennifer Connelly en uno de los roles juveniles que la volvieron popular en los ochenta– es una niña de imaginación desbordante, inconforme con la realidad. Ante el disgusto que le genera cuidar a su pequeño hermano, invoca accidentalmente al rey de los duendes, Jareth –un magnífico y performático David Bowie–, que rapta al menor. Preocupada, Sarah va al mundo de los duendes, “el laberinto”, para rescatarlo en un plazo de trece horas, teniendo que superar todos los trucos, acertijos y trampas del lugar.

La travesía de Sarah tiene mucho de Alicia, de Dorothy, de Max Records e incluso de Dante y su descenso a los infiernos. Porque el mundo del laberinto es un mundo infernal, caótico, habitado por duendes que no reconocen moral alguna, son seres viles y tramposos. Curiosamente todos ellos son gobernados por Jareth, humano y acaso el único refugio de razón dentro del laberinto.

Sobre las referencias mencionadas en primer lugar, importa el crecimiento, el pase de una etapa de la vida a otra y la manifestación de este trance en forma de viaje. Sarah asume crecer como la llegada inevitable de obligaciones de las que reniega, de ahí que su imaginación cree un refugio en las fantasías, en sueños y pesadillas. Su imaginación, sin embargo, es paradójica. Como Alicia, tiene que recorrer un mundo extravagante e incomprensible. La acompañan en ello tres guías similares a los de Dorothy. Este mundo –creado por la propia Sarah– es hostil con los extraños y ella es una extraña. Sus fantasías se le rebelan, la atacan y, en último término, brindan las únicas chances de escape. Sarah es en realidad una hechicera. Es ella quien invoca al laberinto en busca de refugio para su libertad. Pero su mundo, subversivo (como lo es ella dentro del mundo de los adultos), se rebela ante su creadora, le pone trampas en cada paso, juega con sus emociones.

Jim Henson, el director (y hechicero) de la película combina muchas de las fantasías infantiles más célebres. Esas fantasías que exaltan y desmitifican la infancia en igual medida. La imagen del monstruo como alter ego de la humanidad, estas criaturas de morfología y actitud caprichosa, que se aferran al mundo con su propia energía, destrozando la moral hasta ubicarse por encima del bien y del mal. “Laberinto” representa el abandono de las fantasías infantiles con un último recorrido, una gran aventura final a través de ellas. Además de los monstruos, las princesas y los príncipes son mencionados. Para cumplir su misión, Sarah tiene que hallar a Jareth, que tiene tanto del mago de Oz como de un príncipe azul que le ofrece a su “princesa” el reino de la eterna juventud, contenida en una esfera de cristal. 

Pero el gran mérito de Henson está en la propuesta visual de la película, en su inquebrantable cariño por las marionetas y los mundos creados a pulso de artesano en su taller. El director da vida a seres inanimados con el cuidado y detalle del creador de mitología. Su labor recuerda a los pioneros Émile Cohl y Georges Méliès, que otorgaron al cine su carácter fantástico y maravilloso. Son más que destacadas la dirección artística y la fotografía en la creación de ambientes, que tienen tanto de la obra artística de M. C. Escher como de las ilustraciones de los cuentos de Maurice Sendak. 

También destaca la banda sonora conformada por las composiciones instrumentales de Trevor Jones y las canciones de David Bowie, quien en esta película logra equilibrar sus facetas de actor-cantante-performer como nunca. En conjunto, ambos complementan esa atmósfera de pesadilla y juego infantil que propone la película.

“Laberinto” es una celebración de la fantasía más pura, al tiempo que también significa despertar del último sueño de la infancia, haciendo el tránsito obligatorio hacia un mundo real que cada vez más tiene apariencia de pesadilla.

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