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Canutos y rosquillas

  |   Andrés Noria / En Sepia   |   Junio 16, 2011

Sin nada claro en mente, mis pies tocaron la calle y me llevaron inconscientemente a casa de Nivardo.

A Nivardo le encantaba la marihuana tanto como los hombres; bueno en realidad la rica hierba le gustaba a todo el mundo, y en cuanto a lo segundo, también le era un vicio incontrolable. Sus padres viajaban constantemente, y su casa – hermosa e inmensa por cierto – se convertía en el lugar predilecto de locales y extraños.

Con Nivardo nos conocíamos ya hace bastante tiempo, incluso mucho antes de que él mismo supiera que le gustaba morder almohadas. Luciana no podía ni verlo; decía que encima de cabro era un fumón. A mí la verdad no me importaba, Nivardo podía ser lo que fuese, pero tenía mucho mas cultura, educación y clase que muchos de los heterosexuales que conocía. Y no lo digo por el Caravaggio que colgaba en la pared de la biblioteca, ni por los murales renacentistas de las habitaciones; sino por la sutil manera de como hacía y decía las cosas. De vez en cuando, siguiendo sus verdaderos instintos, y seducido por el diáfano efecto de la sativa, cambiaba su forma de mirarme, yo lo miraba y me sonreía con algo de sarcasmo, porque ya habíamos hablado del tema antes y sabía que conmigo no pasaba nada.

– Es inútil Nivardo – le decía.

– Nada pierdo Andrecito, nada pierdo– me contestaba coquetamente, pero sin caer en la vulgaridad.

Aún puedo verlo vívidamente, tirado boca arriba en la alfombra verde - verde scan como decía él-, sin polo, descalzo, con su buzo Benetton color palo rosa, y con Aprila siempre al costado. Nivardo hablaba como hombre, era bien parecido y solo se pintaba a escondidas, y sí tenía donde caerse muerto, lo cual era suficiente para “hacerla linda” en este Chiclayo Paradise… De vez en cuando metía furtivamente alguna golfa a su cuarto por la puerta de servicio, pero no era lo habitual.

Con el paso del tiempo el volumen de nuestra voz aumentó y todos tenían una cara de felicidad única; conversábamos atropelladamente, y cualquier cosa era motivo de largo análisis. Las conversaciones eran muy prolongadas, interrumpidas abruptamente por algún amariconado gesto de Nivardo, o por un potente ladrido de Aprila. Melissa se quedaba pegadaza mirando al vacío, tan ida, tan distante. De momentos todos se quedaban callados, pero luego se reanudaba el escándalo de carcajadas producto de alguna estupidez dicha por alguien. Toly de la nada se ponía a hacer planchas, a veces yo lo seguía y luego nos pasábamos a las barras en el jardín.

En casa de Nivardo no había nada de qué preocuparse; el frigider siempre estaba repleto de bebidas, embutidos, quesos y todo tipo de cositas delicatesen. Y tenía dos empleadas que nos hacían casi todo; `la Bertila´ cocinaba y `la Yusara´ hacía limpieza, o al menos para eso fueron contratadas en un comienzo, pero la verdad es que Nivardo las explotaba al máximo. `La Bertila´ tenía la nariz grande y hacia abajo, y sin temor a equivocarme podría afirmar que era descendiente pura de la dinastía moche; siempre con sus axilas apestando y con una gran trompa para hacer las cosas. `La Yusara´ era más tímida; traída desde Imacita, una comunidad nativa en lo profundo de la selva de Bagua. Cuando la trajeron a casa de Nivardo aún era media salvaje; sólo emitía algunos ruidos, y cuando estaba muy emocionada o desesperada hacía muecas y señas. La única que le entendía un poco era Melissa, que de tanto parar en casa de Nivardo había logrado crear un vínculo casi telequinésico con ella, incluso con el tiempo empezó a darle clases de castellano a cambio de que `la Yusara´ le lavara algunas prendas.

Las semanas que siguieron a la muerte de Aprila fueron devastadoras para Nivardo; aquel San Bernardo de casi ochenta kilogramos había sido parte importantísima de su vida, a tal punto de que hasta lo mandaron cremar para conservar sus cenizas. Nivardo había perdido más que un perro, pero por esos asares de la vida, el destino le repuso otro rápidamente. Se llamaba Sebastián Martelli, un flamante alférez de la Fuerza Aérea Peruana. Nivardo estaba feliz de tener una pareja que vista uniforme militar, que cargue una nueve milímetros de verdad y un convertible en el cual podía lucirse con él los fines de semana en el Kress. La mamá de Nivardo ni sospechaba que a su hijo le gustaban los hombres; y su padre con las medallas de karate, pensaba que su cachorro era todo un Van Damme. Nivardo decía que sus padres no estaban a la altura del problema como para poder explicárselo algún día.

– Jamás me entenderán - replicó un día tirado en el suelo, mirando al techo y botando con mucha clase el humo que tan regia lo ponía.

–Yo conozco muy bien a mis padres Andrecito– prosiguió mientras apachurraba el cojín entre sus piernas. Sería un baldazo de agua fría para ellos; papá de seguro me rompe el culo a patadas y mi madre sé que lloraría todos los días a escondidas.

– No seas tan pesimista Nivardo– le decía. De repente tu papá siempre quizo tener una mujercita, y cuando se lo digas, te levanta en brazos de felicidad y te da plata para que te compres uno de esos Kids que tanto envidias a Melissa.

– ¡No seas huevón Andrés, no es broma! – agregó tirándome el cojín por la cara.
– Lo mío no es un capricho simplemente, siempre lo he sentido, desde que tengo uso de razón– su gesto cambió y sus ojos se humedecieron.

– No llores Nivardo… ¡no seas maricón! – agregué tomándolo por los hombros. Me miró con odio y a la vez con desconcierto, para luego soltar la carcajada más espontánea y sincera que yo haya escuchado.    

 

Foto: Raffo Rioja.

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