CULTURA

El juego

  |   Marcoantonoio Paredes   |   Junio 02, 2014

El juego es tan inherente a un ser humano como la libertad, la respiración, la risa, el llanto, inclusive la capacidad de amar. El juego es la actividad humana ligada al mismo origen de la humanidad, ergo, de cada individuo, desde el momento en que nace.

Descifrar el juego, inquirir en su significancia, es descifrar el esquema psicológico y emocional de un niño. Un niño es espontáneo, natural, silvestre al momento de realizar cualquier actividad vinculada a su universo, no existen patrones ni esquemas vinculados a un pasado o un futuro, solo es un rito original, sucesivo, vinculado a su misma naturaleza esencial. Esta misma definición, del comportamiento de un niño, se podría vincular al juego, y fundamentalmente al hecho mismo de jugar, inclusive podríamos decir: un niño, un juego.

Dado que fundamentalmente es imposible desvincular la actividad de jugar a un niño, entonces una canción, la risa, un ademán, un cartón, una caja, un papel, una sábana, un lápiz de color, las manos, los pies, un objeto cualquiera o la actividad más inusitada se convierte, para él, en un motivo para jugar.

Cuando pregunté a varios niños, entre 4 y 9 años, sobre qué era jugar para ellos, las respuestas siempre fueron directamente al hecho mismo de jugar, de la actividad en sí misma, nada más y nada menos. Determinan que el juego es un hecho fortuito, espontáneo, sin planes ni proyecciones, todo va saliendo conforme se suscitan las situaciones durante el mismo juego. Jugar con un niño es jugar sin reglas, no hay espacio para los métodos, para los sistemas o pre-concebimientos (¿Qué es el juego?, le pregunto a Warmi, una niña de 4 años. ¿A qué jugamos pues?, responde).

Determinar que el juego es un “derecho” por medio de las leyes humanas o el derecho positivo, es como querer vincular la libertad, nacer, la vida misma, el respirar o alimentarse, como consecuencia o efecto de la creación de estas, pues en ello precisamente esta su negación de que es un hecho natural, primigenio, que como todos estos aspectos humanos el juego es un acto absolutamente original al hecho de existir, de vivir, de compartir, de la honestidad, de la solidaridad, en la que nada tiene que ver la competencia, porque es a partir de allí, cuando el juego se convierte en una vil competencia, implantando reglas, sistemas, etcétera; que empieza, evidentemente, a perder su cariz original, su talante infantil e inofensivo.

Jugar, debido a que es un hecho inocente, por lo que se convierte en una actividad muy interna del ser humano, genera un efecto purificador, catártico, en el sentido más trascendental y elevado. El juego provoca sonreír espontáneamente, nos lleva a un estado en la que nos involucramos sanamente, sin ningún interés, buscando, según los expertos en la actividad (los niños), nada, solo jugar.

Varias escuelas, en la historia de la psicología, se han afanado a la investigación del juego. Los Aristotélicos aconsejaban que los niños “hasta la edad de cinco años, tiempo en que todavía no es bueno orientarlos a un estudio, ni a trabajos coactivos, a fin de que esto no impida el crecimiento, se les debe, no obstante permitir movimientos para evitar la inactividad corporal; y este ejercicio puede obtenerse por varios sistemas, especialmente por el juego”. Para mediados del siglo XX, Jean Piaget, quien ha sugerido gran parte de la psicología clínica, es decir, del estudio directo a través de observaciones sistemáticas, concluyó en “la importancia del juego en el desarrollo del ser humano, sirviendo esto como fundamento para el progreso en la comprensión de la realidad material y social”. 

Todos estos estudios han querido acercarse a la significancia del juego, escribiendo enjundiosos tratados, describiendo características, métodos, sistemas, estadísticas, parámetros, etcétera, etcétera; obviamente han logrando asentar sus nombres en las bibliotecas del mundo, pero el juego no vive en una biblioteca ni en un libro, el juego subsiste en donde hay un niño, donde un niño se reúne. Sí, se reúne, porque —aunque este se encuentre solo— de cualquier manera hallará, se asistirá, un modo para jugar.

Jugar, en su significado originario, es “hacer algo con alegría”, y esto lo pueden realizar hasta los que no son niños. En la opinión de ellos, los adultos sí podemos, solo que es necesario “no querer mandar”, “saber atender”, “no rendirse”, “no cansarse” y, algo muy importante, “no fastidiarse cuando hagan cosquillas”. Evidentemente, para jugar, no intentemos ser lo que no somos. No somos lo que el mundo y la sociedad ha hecho de nosotros, somos realmente algo esencial, y cuando jugamos, podemos dejar de ser lo que el mundo quiere que seamos, ser realmente lo que somos: seres humanos. Al fin, jugar es —para Macarena, de 8 años— “cuando las personas o los niños juegan”. Me voy a jugar.  

 

Foto: Martín Rosales.

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