CULTURA

Rompiendo la burbuja de la dulce maternidad

APUNTES COTIDIANOS   |   Claudia Incháustegui   |   Mayo 09, 2021

La primera noche con Tadeo, mi hijo, fue la más dura de mi vida. Por un lado tenía a un recién nacido que no apagó su llanto hasta la mañana siguiente cuando la enfermera se lo llevó para sedarlo con unas onzas de leche de fórmula; y por otro tenía a mi madre, acompañándome en el desvelo e intentando calmar mi llanto de desesperación. Una nueva madre también había nacido y yo no lo sabía.

Reconocerme como madre me tomó algunos meses. Aceptar mi nueva vida tomó casi un año. Entender que este nuevo rol me acompañará hasta la tumba es algo que aún resuena en mi cabeza, e imagino que también lo viven esas 2 de cada 10 mujeres que tienen en riesgo su salud mental materna en tiempos de pandemia. Me apoyé en el acompañamiento profesional psicológico para tener una reconexión conmigo y mi vida, y reconozco en ello un privilegio que la gran mayoría de madres latinas no se pueden dar. 

Mi maternidad se volvió real cuando borré de mi cabeza a esas madres felices que las redes sociales me vendían. Fue real cuando me vi sin disfrutar de aquello que otras se jactaban: cambiar pañales, dar teta, sentirse mamá. Fue real también cuando lloré de cansancio y deseé tener un día en el que, al menos, durmiera unas seis horas. Mi maternidad fue real cuando reconocí entre mi nuevo vocabulario experiencias como violencia obstétrica o depresión posparto. Y a la par de las nuevas interrogantes, otros recuerdos y vivencias aparecían para dejarme claro que hay un sistema de salud que hace con nuestros cuerpos lo que se les antoje sin reconocernos a las madres como seres humanos saludables con poder de decisión.

En mi segundo mes de puerperio (posparto), recordé mis vivencias pre natales y anoté preguntas a las que todavía no le doy respuestas: ¿Por qué se trata a las gestantes como enfermas? ¿No tienen opción a elegir una posición para dar a luz? ¿Por qué en lugar de culpar por no tener leche, te enseñan a entender el proceso de la lactancia? ¿Por qué no se fomenta “el piel con piel” desde el minuto cero de vida de ese bebé y se involucra a los padres al contacto inmediato? ¿Es necesario alimentar a los bebés con fórmula sin el consentimiento materno en lugar de llevarlos junto a sus madres y no hacerlas esperar más de diez horas? ¿Es permitida la humillación cuando una madre ha decidido no tener más hijos o condicionarla al permiso del esposo para recién elegir? ¿Qué tiene que ver la religión para convencer a una persona? ¿Está bien juzgarla en su momento del parto? ¿Por qué la violencia obstétrica no está tipificada como delito en el Perú?

Reconocer escenas de mi estancia por un hospital y chocarme con esa realidad que no pude defender en su momento me sumergió en el dolor emocional que con los meses se convirtió en depresión posparto. Me sumé a la estadística peruana que tuvo como muestra un 34 % de madres puérperas con depresión posparto durante el 2020 en los hospitales del Estado. No solo me sentía una mala madre, me sentía humillada, dolida, burlada. Y aunque intenté sonreír en más de una ocasión, las noches agotadoras, el dolor de lactancia frustrada, los consejos no solicitados, las malditas expectativas golpearon mi nueva versión; y mientras mi herida de la cesárea cerraba, la herida emocional de mi maternidad crecía y sangraba.

Yo quería ser una madre perfecta para ese bebé, entender su llanto, trasnocharme con sonrisas, no huir de él, y cuánto más lo intentaba mayor era la caída y decepción. La escritura por las noches se convirtió en mi refugio; el estudio y el trabajo en mi salida fácil para no estar con él. La cuarentena que todos los médicos asumen que una mujer debe tener al dar a luz me quedó corta y se prolongó con la pandemia. Entonces, al deseo de huir de mi maternidad y sentirme un poco como mi antigua yo, me vi atrapada por el encierro forzado del aislamiento. 

Es difícil pronunciar la palabra depresión porque las etiquetas aparecen de repente. Miramos extrañados a una persona que pasa por una terapia de rutina y la tildamos de “loca” cuando en América Latina la depresión postparto la padecen hasta un 56 % de las mujeres. Creemos que es raro ver a una madre infeliz por tener a su hijo. Nos extraña entender qué genera esa desdicha en ella. No sabemos qué es un “baby blues”, ni que tanto costará desprenderse de tu vida normal. Pensamos que, ante esas emociones de dolor o tristeza, no se ama infinitamente a ese ser humano. Asumimos que una mujer es desnaturalizada o siniestra cuando abandona o mata a su bebé y jamás pensamos qué pasó por la cabeza de esa mujer. Cuando hablamos de maternidad no solo hablamos del bebé, hablamos de ella y todo lo que necesita afrontar. Qué fácil somos de juzgar, qué difíciles de desaprender. 

Yo tuve y tengo una maternidad envidiable comparada con otras realidades. Una pareja familiarizada con los mismos términos que ahora yo discuto y que aceptó aprender. Que reconoce la desigualdad en la crianza cuando él se va a trabajar y que, pese al consenso necesario para la economía, asume su rol cuando está en casa y yo trabajo. Con el tiempo tejí de a pocos una red de apoyo en esas personas que sí suman. Encontrarlas fue lo más difícil, y dejarme ayudar aún más porque al inicio de este camino lo único que quieres es solo un par de oídos que reciban sin respuesta tu descarga emocional y se vuelvan por un tiempo tu sostén cuando solo deseas gritar o desaparecer. 

La maternidad me exigió desde el embarazo hacia adelante tener un vínculo con el personal de salud y cuando lo intenté las desventuras continuaron.  Si yo no me sentía cuidada por ellos, no podía esperar que hicieran lo mismo por mi hijo. Mientras en casa me culpaba en las consultas pediátricas recibía la etiqueta de “mala madre”. Tenía a un pediatra riéndose de mis deseos de aplicar la crianza respetuosa, y una enfermera insultando mis maneras de estimular al bebé. Recordé a la psicóloga en mis controles prenatales advirtiéndome que un llanto más afectaría a mi hijo, y también a la obstetra diciéndonos a todas las gestantes que nuestros pobres maridos tendrán que aguantarnos con el malhumor típicos de las mujeres y valiente aquel que se quede. La red de apoyo fue lo más difícil de construir y sigo en ello.

Ser mamá ha sido uno de los procesos más lentos, largos y cansados que he tenido y seguiré construyendo hasta mis últimos días. Sin embargo, gracias a los libros, conversatorios, y espacios donde desahogué, hablé o lloré, vi con el tiempo la posibilidad de vivir mejor. De entender que soy la madre que puedo ser, sin intentar hacer más, que mi hijo está tan conectado a mí, que entiende cuando le digo que estoy molesta o triste, que responde a mi dicha con su sonrisa y, aunque no vea a su padre todos los días, es pleno cuando lo ve junto a mí y por eso nos abraza a la vez.

Ahora que me reconozco como mamá de Tadeo, me veo como alguien que ha crecido un poco más, que agradece que no todas las maternidades sean iguales, sino diversas e ideales para sus hijos. 

Ahora que soy madre, entiendo un poco más a la mía y sigo en mi camino de tener mi propio estilo de criar. No huyo de esos fantasmas del daño obstétrico ni de la palabra “depresión posparto”, por el contrario, las enfrento para mostrarlas, para que otras mujeres y hombres sepan que ser mamá no es la idea clásica de la televisión con la que crecimos, ni es algo que se supere y te devuelva la vida anterior. No siempre es la dulce espera. 

La maternidad es mejor y peor que eso. Es la muestra de la ambivalencia constante, el resonar de alertas cuando algo no va bien. Es la obligación injusta (de automaltrato) de gestionar más pendientes de los acostumbrados y es vivir día a día con el corazón en la mano y la justificación del sacrificio.

Soy mamá y aunque disfruto un poco más junto a mi hijo, admito que sigo encerrándome en el baño para no ser encontrada, que reniego si su rutina se altera o si su energía me abruma. La diferencia de esa primera noche en que me amanecí junto a mi bebé, es que ahora entiendo que mi cuerpo no es el mismo, y mi fuerza es por momentos imparable como cuando caminaba a medianoche por los pasillos de un hospital con una costura fresca en la piel. Soy mamá y entiendo que no hay un manual para serlo. Hoy lo sostengo en mis brazos, lo llevo a la cama y espero un mañana mejor para él y para mí.

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