CULTURA
La Otra Jarana: música y resistencia criolla en Chiclayo
| Carlos Fernández | Abril 13, 2023
Cuando era adolescente —y luego joven— solÃa recorrer las calles de Chiclayo caminando. Por las noches, en el trayecto entre los tantos bares, en los estrechos jirones y avenidas del centro, disfrutaba de los amigos, la música y la poesÃa de sus sombras y recovecos. Hoy recogiendo mis pasos, sólo encuentro las veredas rotas e inconclusas que —a la suerte de un laberinto— mantienen encerrados y dando vueltas a los desagües anegados, al barro, las moscas, los zancudos y los chiclayanos como yo, ahuevados por un poco de agua cayendo del cielo. Chiclayo es una ciudad enigmática: con las lluvias de verano nunca sabrás por donde ha de aparecer el siguiente forado en la pista; asà como no lo supo la minivan que hace un par de semanas fue tragada por el suelo. También se mantiene el misterio del porqué las motobombas solo desaguan algunas casas y locales en el centro o en las urbanizaciones cercanas; sin embargo, no muy lejos, en el PPJJ Túpac Amaru o en Quiñones las aguas estancadas pueden permanecer diez o quince dÃas, esperando tanto, verdes de viejas. En La Pradera resulta mejor entrar en canoa. En todos los casos la reacción del pueblo reside en la anorexia.
En el verano, son los desagües que discurren, y en la primavera, la basura; la cochinada es una parte infaltable del paisaje chiclayano. Los edificios coloniales hacen eco de un pasado glorioso y una historia cultural profusa; muchos de ellos van convirtiéndose en ruinas, como participantes mudos del desmoronamiento de una ciudad que fue centro del comercio y la cultura del norte del Perú. Sin embargo, en esas mismas calles, el bullicio y el caos conviven con una alegrÃa intrÃnseca. El mercado se mantiene como un escaparate de riquezas y tradiciones; en donde no hiede, predomina el aroma a frutas frescas, a limón y ceviche carretillero. Y allà en medio de todo, en la tradicional Urbanización Villarreal, se mezclan el sonido de la música criolla y el aroma de la comida norteña, con una atmósfera de fiesta y celebración. Un atisbo de resistencia ante el deprimente estado de la ciudad.
Debajo de una bandera blanca pintada a mano de gato, se puede observar a un grupo de artistas rebeldes. Mozalbetes irrespetuosos de la estética convencional, cantan valses como conjurando, con una poesÃa hechizante que nos lleva de paseo entre algarrobos de fibras rojas a la luz de la luna llena. La música criolla peruana mezcla la brisa de la costa y el calor del sol desértico, Los Mochicas le cantan al arenal. Las guitarras y el cajón hablan de la vida cotidiana, pero también de la pasión y del amor —correspondido o sin corresponder. En La Otra Jarana hay una cadencia de vals, que nace del corazón de los chiclayanos que aún luchan por mantener vivas sus tradiciones y cultura. Cuando se cantan los valses de Luis Abelardo Takahashi se tiende un puente entre el pasado y el presente, que nos renueva la riqueza de nuestra identidad. El baile es un huayco inevitable. Cada marinera zapateada es un punto para la renovación del carnet de identidad lambayecana.
Manuel De la cruz Zambrano, lleva el ritmo del cajón como el latido de un volcán amenazante, y en su erupción te arrastra con una asonada de marineras. La marinera norteña evoca la esencia misma del pueblo, un paisaje donde el redoble suena como eco de la tierra misma, y la pisada del cholo como del caballo nos recuerdan la vitalidad de la naturaleza. Y allÃ, mientras afuera llueve, la voz de Yim Sampértegui responde con igual o mayor magnitud a los truenos; los trinos en la guitarra de AdrÃan Salgado cortan el viento como los rayos y relámpagos cortan la pasividad Chiclayana. Mientras afuera el cielo se parte, Dámaris se eleva danzando como una aparición, que te envuelve en un hechizo de lucha y resistencia, de alegrÃa y tristeza, de la gran vida y la pequeña muerte. Las aguas marrones siguen avanzando por las acequias donde antes bajaban las mojarras, los bagres, los lifes, los cascafes. Los chiclones descansan en los árboles esperando la mañana del dÃa siguiente. Dentro del Puerto Madero se vive una revolución donde el cuerpo sufre pero el alma goza.
Duro contra el muro y liso contra el piso es como la juventud vive la música criolla de la costa norte del Perú.
La Otra Jarana se describe como un evento dedicado a la música y cultura popular de la costa peruana. Un espacio que transforma la esencia de los cantos y bailes del folklore peruano en música de huerequeques. AquÃ, entre la melancolÃa y el buen beber, se vive la cultura estirando el gañote; se vive y se bebe. En poco menos de un año, por este escenario han pasado grandes glorias como Eduardo Balcázar, José Monteza y el Grupo Razas, Guillermo "El Burrito" Araujo, Sonia Valderrama, La Peña Lambayecana; también los criollos de hoy: Daniel Hernández, Kenneth Saravia, EnrÃque HuamanÃ, Sebastián Flores, y otros más cuyos recuerdos se perdieron entre las botellas de pisco que tomé.
Urge reconstruir Chiclayo, salvar aquello que el desagüe aún no se llevó. En tiempos de autoridades de barro sólo nuestro Ãmpetu solidario podrá salvarnos. En la Otra Jarana todos cantan, todos bailan, el escenario carece de tÃtulo de propietario. Con la nobleza del chilalo los músicos confÃan sus instrumentos a los visitantes quienes se acercan al frente como pajaritos en la hora del sereno. Desde la música y las artes también se construye. Hay que reconstruir también nuestra propia identidad, abandonar el egoÃsmo. Entender como nuestra la ciudad implica identificarse con ella al punto de cuidarla, que la basura presente en las calles y veredas habla mucho de amor propio.
Falta poco para la medianoche, es hora de irse. Frenteo con temor las calles de regreso a casa, pueden asaltarme igual un delincuente o un buzón sin tapa; el simple placer de caminar nos ha sido arrebatado. Aún con el riesgo de perder una pierna en un hueco, llevo en el pecho paz para el resto del mes. La Jarana cierra y los amigos empiezan la despedida en pequeños grupos, muchos apuestan por el after party.
Esta no es una reunión de viejos nostálgicos que añoran, sino el acto de presencia de una generación nueva, que hace y disfruta la música a su propio estilo. En palabras del maestro Manuel Acosta Ojeda "y qué importa mañana la condena, si estuvo un rato el corazón contento".
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