CULTURA

Error e ignorancia

  |   Robert Jara   |   Marzo 10, 2014


Usualmente no aceptamos nuestro error cuando es descubierto por el otro porque creemos que el solo hecho de hacerlo nos hace menos, nos achica; a veces, porque realmente somos ciegos o necios o tontos; a veces, porque creemos que aceptando nuestro error estamos aceptando que el otro es superior. En todo caso, habría que preguntarnos: ¿qué de malo tendría que el otro fuera superior? ¿qué de malo tendría que el otro conociera un poquito más? En el mejor de los casos, ¿qué de malo tendría que el otro conociera lo que ignoramos? ¡Malo sería que nadie conociera lo que ignoramos! Recordemos: el estigma negativo de la ignorancia no es inherente a la ignorancia; la ignorancia solo será negativa cuando se convierta en motivo de orgullo; cuando nos resignemos a ella, ya sea por pereza o por cansancio; cuando la neguemos cegados por el ego; cuando la neguemos en nombre de la perfección, que no existe. Recordemos: la resistencia a no reconocer y/o aceptar el error descubierto por el otro obedece a que el otro con su descubrimiento solo busca descalificarnos o imponer su superioridad cognoscitiva o dogmática; es decir, cuando el error deja de ser cuestión de conocimiento para convertirse en cuestión de poder y de estatus.

La ignorancia es el estado natural del hombre: nacemos ignorantes, apenas provistos de un conocimiento primitivo (o intuitivo). La ignorancia nos viene de fábrica, por lo tanto de fábrica también nos ha de venir el afán de querer extirparla en el transcurso de nuestra existencia. Es irónico que nos venga de fábrica algo que está condenado a sufrir nuestro eterno rechazo: hasta el último segundo de vida nos esforzaremos por negar, ocultar, solapar, ahuyentar o extirpar (como fin supremo e ideal) nuestra ignorancia. La ignorancia, o la ausencia de conocimiento, por su carácter cómodo, ocioso y aglutinante inevitablemente se volverá contra nosotros si no hacemos nada por detenerla/derrotarla/derrocarla/extirparla. El nivel de ignorancia de una persona es inversamente proporcional al esfuerzo que invierte en aprender cosas nuevas. La ignorancia es una enfermedad que solo se cura con conocimiento. 

Si el error es inherente al proceso de aprendizaje, entonces el error es inherente también al proceso de extirpación de la ignorancia. Tonto de aquel que aprende (o cree que aprende) sin errores, y doblemente tonto si se alegra y jacta por ello. Ignora lo que se pierde; ignora que detectar errores y aceptarlos -aunque laceren el ego-, y corregirlos, son síntomas inequívocos de que se está aprendiendo, creciendo; ignora que más se aprende corrigiendo (si no pregúntenle a los buenos escritores); ignora que aprender sin errores es poco edificante, poco significativo; ignora que aprender sin errores es como tragar una cereza sin haberla masticado lentamente.  Por cierto, mi intención no es hacer una apología al error, pero sí un merecido reconocimiento. No hay duda de cuando se aprende errando, se extirpa la ignorancia errando, el aprendizaje resulta más profundo, más significativo. Yo, personalmente, cuando aprendo algo sin equivocarme (cosa que pocas veces sucede) me siento insatisfecho, intranquilo, sin ánimo para el regodeo o auto complacencia. Más bien termino repitiendo el proceso, una y otra vez, metiendo la pata adrede, provocando, azuzando al error; abordo el proceso desde perspectivas diferentes; jugueteo con sus parámetros, con sus condiciones iniciales y de contorno, etc. Aprender a detectar, aceptar y extirpar el error cuando este aparece es de vital importancia en el proceso de aprendizaje. Recordemos: resulta fácil cometer un error (cualquiera puede hacerlo), pero resulta difícil (y gratificante) lidiar con él y superarlo. He ahí, la trascendencia del error, he ahí que el error deja ser un estigma negativo e indeseable. El único riesgo peligroso que se corre bajo esta mirada constructiva (apologética dirían algunos) del error es que terminemos mal acostumbrándonos a su presencia: como el error es inherente al proceso de aprendizaje hay que enorgullecernos de él, hay que dejarlo que respire tranquilo. Un riesgo a correr, sin lugar a dudas. Solo queda esperar que sean pocos los que sucumban a la gravedad facilona y tentadora del error, y muchos los que le saquen un real provecho. Ojala solo sean unos cuantos los que se dediquen a pregonar que errando se aprende, cuando en realidad son presas absolutas y complacientes del error. Una cosa es que aprendamos a controlar y sacarle provecho al error y, otra muy distinta -y poco deseable- es que el error termine siendo una excusa barata que entorpezca el proceso de extirpación de la ignorancia, o del aprendizaje, que es lo mismo. 

Si el error es inherente al proceso de aprendizaje, este jamás podrá reducirse a cero, salvo infelices coincidencias o erradas interpretaciones. Es decir, la perfección no existe sino como utopía, como ideal que nos permite aproximarnos lo más que podamos al error cero, pero con la posibilidad negada de poder alcanzarlo. El error es nuestro, aceptémoslo, aunque nuestro ego se retuerza de dolor. La gratificación, tarde o temprano, llega expresada en crecimiento. 

 

Robert Jara Vélez  (Guadalupe, 1969).  Se gradúa como Físico Matemático (Universidad Nacional de Trujillo) en 1996. Viaja a Puerto Rico (1998), donde realiza una maestría en Ciencias Físicas, y concluye estudios doctorales en Física Química. Ha publicado las plaquetas Cantata al Silencio (1996), Tributo (2008), Los Abuelos de mis Abuelos (2010), Cuatro más (2012), Simplemente Angelats (2012); el poemario Nostalgia de Barro (Ornitorrinco Editores, 2011); y el libro colectivo de cuentos A orillas del arrozal (Papel de Viento Editores, 2013). Actualmente reside en Trujillo, donde ejerce la docencia universitaria. 

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