CULTURA

“Rastros sangrantes”, el cadáver de una novela sobrevalorada

FedeRatas   |   Antonio Salerno   |   Agosto 17, 2015

Mucho se dice sobre la genialidad literaria, sobre el don de crear vidas e historias de manera brillante. Pero pocas veces encontramos esa genialidad redondeada, compensada por el academicismo, el esfuerzo y el inconformismo. Esta “genialidad” sin piso o mejor llamada protogenialidad es la que le adjudico a Andrés Díaz Núñez en Rastros sangrantes.

La novela se desarrolla principalmente en Pueblo Naciente, un basural habitado por invasores desalojados de El Algodonero. La historia cuenta las peripecias de Grimaldino Caruapoma y Lusdena Arenales, una pareja de esposos que tienen una hija (Dalila). Está narrada en primera persona por Lusdena, aunque se encuentran pasajes en los que “la voz en off” recae en otros actantes (Eleodoro p.25, voz anónima p.73, padre de Grimaldino p.92, el doctor Lampucén p.125, poblador de Pueblo Naciente p.139, Lifoncia Cayaná, carta, p.147).

El excremento como argumento:

El contexto sociopolítico es inexistente. La imagen básica que Díaz Núñez muestra de algunos estamentos corruptos nos deja la sensación de que algo está incompleto, de que alcaldes, jueces y policías son muñecos sin ventrílocuo, son sujetos anómicos sin titiritero, son respuestas sin preguntas.  A pesar de estar escrita después del fracaso de la Reforma Agraria (quiebra de cooperativas), esta novela no utiliza ni un solo elemento de la migración interna para –ya sea transpuesto a su universo inventado o expuesto como parte de la realidad peruana– justificarnos su razón de ser. Es principalmente por este motivo que Rastros sangrantes es una obra incompleta que pudo ser una gran obra maestra de la literatura nacional, pero que hoy, a varias décadas de haberse escrito, ya no vale la pena ser incluida en el Plan Lector de ningún colegio, y mucho menos requerida en el Prospecto de ningún examen de admisión a ninguna universidad.

La historia ha envejecido. La imagen de Lusdena, como busto a la mujer abnegada, como negación del goce y ensalzamiento al dolor, más pareciera, en nuestra sociedad contemporánea, una chacota mal elaborada por un retrógrado que emula la filosofía misógina de Schopenhauer. Sin contar con toda la parafernalia sensacionalista, no tremendista, sino meramente coprofílica, que enaltece la hediondez y la coloca en vitrina como algo vendible. Así queda retratado en pasajes en los que Lusdena refiere: “…hay que coger un gato, botar las vísceras, ponerle sal y un poco de pimienta…” (p.44), para después dejar imágenes innecesariamente nauseabundas sobre la pobreza y la marginalidad (ambas sin justificante, ambas sin trasfondo, como una melodía sin letra). Del mismo modo cuando se rememora la muerte de un niño en un silo: “…cayó de pie en el fango de excrementos, gusanos, cucarachas y ratas, hundiéndose hasta la cabeza.” (p.54). O las veces que se presenta al señor Villabamba como un hombre que “mataba perros y vendía su carne en Concochinan.” (p.55). Y la escena de un pollo que se alimenta de gusanos (p.70).

Todas estas son imágenes cacósmicas e innecesarias. En general, toda la historia resulta innecesaria. Porque no representa siquiera la vida de un grupo de migrantes andinos venidos a la costa a causa de alguna migración interna de carácter sociopolítico (pp. 79-81). Porque no se sostiene en el lirismo ni hurga en la psicología de sus personajes. Porque no pretende nada más que sorprender. Y lo logra: sorprende, asquea, conmueve. Causa una espiral de emociones vanas. Todo menos dejar un mensaje o contenido literario. Si tendría que clasificársele, bien podría encajar en el rubro de “literatura de autosuperación”, ya que ese es el único rumbo que se intenta en  la novela.

Ítem más:

Es inevitable hacer un paralelo de esta historia con la de Amalia y Trinidad, personajes secundarios en Conversación en La Catedral. En ambos casos la pobreza, la locura y la abnegación constituyen un tópico en el que Lusdena es solo un remake sin tanto colorido, pero sí con la misma dosis de infelicidad de la pobre Amalia. Sin la dictadura como telón de fondo esta nouvelle puede resultar repetitiva e insustancial.

Del mismo modo se debe reparar en nueve páginas innecesarias (pp. 104-112) en las que Lusdena escucha a una paciente dar un monólogo inútil y extenso que solo sirve de “paja” y que deja una brecha, una mancha, en la historia.

Como último punto están los errores de puntuación, superabundantes, brutales, y que definitivamente no están cometidos a propósito, a excepción de los parágrafos de las páginas 73-75 y 143-147. Hay, aproximadamente, 96 errores de puntuación, exceptuando los casos mencionados antes. Sería cansado repetirlos. Así como traer a colación desfases en los tiempos narrativos (pp. 26, 49, 51)  y errores ortográficos (pp. 50, 69, 88).

Solo cabe añadir que Rastros sangrantes ocupa un lugar privilegiado en la narrativa regional, pero no precisamente por su calidad literaria o contenido ideológico, sino que ha permanecido todo este tiempo enaltecida sin más mérito que el de ser un artificio sensacional. Ahora solo es un cadáver envejecido. Un libro que mi generación se rehúsa a leer.

 

Ficha bibliográfica:

Libro: Rastros sangrantes.

Autor: Andrés Díaz Núñez  (Perú, 1943).

Editorial: Ediciones Pirca.

Año: 1984.

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