Política

Reflexiones bicentenarias

POLÍTICA DE MIÉRCOLES   |   Jorge Luis Vallejo Castello   |   Junio 23, 2021

Pensando en el 2021 y en los recientes acontecimientos políticos y sociales que se suman a nuestro devenir histórico, cabe preguntarnos ¿cómo llega nuestro país al bicentenario de su independencia?

Llega en medio de una gran polarización política, acrecentada por los discursos populistas de exmandatarios y por una contienda electoral en la cual han primado (una vez más) los agravios, los rencores ocultos, apasionamientos desbocados, y muy poca capacidad de entender que la política es la búsqueda de consensos mínimos que permitan una estabilidad y sana convivencia entre peruanos. Llegamos al bicentenario, lamentablemente, siendo “una república sin ciudadanos”, como diría Flores Galindo.

Si hacemos rememoración histórica de 1821 y, sobre todo, los años previos en aquella guerra de independencia, y sin ánimo de caer en un anacronismo, debió haber sido un tiempo parecido al actual, con un país convulso e inestable. En ambos ejércitos pelearon distintos grupos sociales apoyando a alguno de los bandos: “patriotas” versus “realistas”, no necesariamente “peruanos” versus “españoles”. Había indígenas, criollos y mestizos peleando también en defensa de las banderas del rey.

¿Cómo se formó entonces esa joven república? Pues a salto de mata, el primer gran debate sería entre los monárquicos y los republicanos. Recordemos (aunque en la escuela tristemente esto no se enseña) que don José de San Martín quería nuestra independencia de España, pero constituir una monarquía peruana, una monarquía constitucional; es decir, tener un rey que tenga un contrapeso a su poder en el Congreso. Es así como San Martín envío una comisión a Europa integrada por Diego Paroissien y Juan García del Río para buscar entre las casas reinantes europeas un candidato para iniciar la monarquía peruana. Sabía San Martín que lo diverso de este territorio (mucho más extenso que el Perú actual) necesitaba una cabeza firme que represente a la Nación, y esa es la figura de un monarca como jefe de Estado, teniendo a su lado a un primer ministro como jefe de Gobierno (que sí resulta elegido de modo indirecto en un Congreso) y, desde luego, un Congreso electo por voto popular directo. Así funcionan las monarquías constitucionales, lo que San Martín quería para el Perú y que no se llegó a realizar.

El Libertador no tuvo una estadía tan fácil como se suele creer, también tuvo opositores entre los peruanos, es así como surgieron rumores esparcidos de que él quería volverse “rey José”, algo sin fundamento que escapaba del real plan de San Martín. Don José, llamado “el Santo de la Espada” tenía un temperamento especial, desapegado a los faustos del poder o de quedarse atornillado a una silla. Ojalá más políticos y gobernantes que tuvimos luego, y hasta tiempo reciente, imitasen el ejemplo de don José de San Martín. Lamentablemente, lejos estamos de ello.

Su propuesta monárquica no prosperó, y el Perú quedó constituido como una república presidencialista. Sobre la cabeza del presidente quedaría así la Jefatura de Estado y la Jefatura de Gobierno.

San Martín se fue del Perú, dejó de ser Protector, depositando su autoridad en el Congreso como legítima representación del llamado pueblo. En su última proclama, firmada el 20 de setiembre de 1822, despidiéndose del Perú, señala: “Peruanos: Os dejo establecida la Representación Nacional, si depositáis en ella una entera confianza, cantad el triunfo; sino la anarquía os va a devorar”. Proféticas palabras suyas y que me llevan a pensar: ¿confía el peruano en su Congreso? Hay que remarcarlo así “su Congreso”, quienes se sientan ahí no tienen carácter hereditario, son electos por la propia población, que tras cada elección parece defraudarse pronto y sentenciar “este Congreso es peor que el anterior”. ¿Es eso una maldición? Tal vez, y lo seguirá siendo mientras los partidos políticos no filtren mejor a sus candidatos, mientras no se fortalezca escuela partidaria, y mientras los propios peruanos no reconozcan su propia responsabilidad en la elección que hacen, cual enamoramiento temporal que pronto se vuelve amargo divorcio.

Sin un claro principio de autoridad y de respeto por la ley (algo que no se construye sobre los caprichos de hombres o mujeres en el mando) caminaremos a la anarquía. Una anarquía que parece no haberse alejado desde nuestro nacimiento republicano, desde aquel tiempo convulso de caudillos entrando y saliendo de palacio, y ahora de peroratas populistas que recorren el ancho espectro político y que también buscan tener su tiempo ocupando la silla del mando.

La mayor parte de la historia del Perú ha sido un hacer y deshacer marcos legales, tal vez de ahí el hecho de que seamos un país muy legalista pero no legal, con aquello de “hecha la ley, hecha la trampa”, o aquello otro de “para mis amigos todo, para mis enemigos: la ley”. 

El Perú ha tenido trece constituciones: 1823, 1826, 1828, 1834, 1836 (la de la Confederación), 1839, 1856, 1860, 1867, 1920, 1933, 1979 y 1993. Algunas a duras penas han existido por apenas 2 años. Durante los primeros años de nuestra vida independiente las Constituciones fueron documentos endebles que significaron el pacto entre una masa y un caudillo de turno, sólo eso. Las constituciones iban cambiando con nuevos golpes de Estado, generando un país inestable y, sobre todo, con débil sentido de ciudadanía. ¿Eso ha cambiado? Esos aires de refundarlo todo se mantienen, refundar con nuevos caudillos.

Un segundo debate que tuvo la naciente república peruana fue entre ser un Estado federal o ser un Estado unitario. Hoy en día somos un Estado unitario descentralizado. ¿Se imagina usted lector lo que sería tener gobernadores con más poder, casi como un pequeño presidente? Eso ocurriría en un federalismo; gobernadores con muchas más competencias ¿podrían con todas ellas? Por otro lado, ¿qué pasa con la descentralización nacional? Lo cierto es que ya se dio, pero a falta de un mejor sistema para acreditar competencias antes de que nuevas funciones sean transferidas desde el gobierno central a los regionales y municipales, el proceso no camina del todo bien, generando frustración entre la población.

Tristemente somos centralistas, pero no sólo porque Lima lo sea. No nos engañemos. Somos centralistas porque en cada espacio hay nuevas centralizaciones, así la capital provincial centraliza el uso de recursos frente al resto de distritos que la componen. De igual manera, el cercado de un distrito suele centralizar la atención y dedicación de recursos, frente a los centros poblados rurales que componen ese mismo distrito. Hay centralismo desde los distintos niveles y territorios, no sólo desde la gran capital.

Esta república, en 200 años, ha pasado por diversos momentos trágicos. Tal vez uno de los más recordados (impregnado además en el currículo escolar desde la primaria) es la Guerra del Pacífico, y un parto doloroso de una derrota. Una derrota agravada por errores internos (¿acaso era lógico tener 6 Presidentes en plena guerra? Prado, La Puerta, Piérola, García Calderón, Montero e Iglesias se turnaron el poder). No obstante, la cuota de heroísmo de hombres como Grau o Bolognesi, así como los muchos soldados hoy olvidados que libraron esas batallas, rescataron el honor nacional con su sacrificio. 

¿Hemos superado en la conciencia nacional este terrible episodio? ¿Se ha aprendido las lecciones para voltear la página y superar el sentimiento de una derrota en aras de crecer?

Otro terrible momento mucho más reciente fue la década perdida entre la hiperinflación y el terrorismo. Momentos que, aunque mucho más recientes que la Guerra del Pacífico, casi no se enseñan en las escuelas con los adolescentes y jóvenes. ¿No logramos sacar lecciones de nuestra historia reciente? Mensajes como el de aquella Marcha por la Paz, en 1989 (una marcha que fue respuesta de los peruanos ante una amenaza de paro armado de Sendero Luminoso) bajo el lema: “No matarás ni con balas, ni con hambre”. ¿Se ha aprendido de ese mensaje?

La historia enseña cuando se la analiza con sentido crítico, sin dogmatismos ideológicos, sin cerrazón, sin cabezas duras, sino con la intención de hacer madurar la conciencia de un país. Es lo que debe hacerse en un bicentenario y mirando hacia el porvenir.

Imagen: Ariela Ruiz Caro.

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