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CONCIENCIA CRÍTICA   |   Miguel Ángel Huamán   |   Diciembre 02, 2021

Como dice el título de esta reflexión, el ejercicio del poder en países periféricos y economías marginales como la peruana atrae a aventureros, faranduleros y mercachifles que rodean como una corte al flamante jefe de la nación con ánimo de aprovecharse de todo en beneficio de sus bolsillos. Estos cortesanos encubren la mediocridad, la ignorancia y el escaso nivel cultura, profesional y ético de los gobernantes, funcionarios, burócratas proveedores y usurpadores del Estado. Esta casta oportunista prospera al alentar y reforzar la imagen populista del antes candidato, promovido a presidente como el que favorecerá a los pobres y necesitados. Las aspiraciones de progreso y calidad de vida de los sectores populares, manipuladas por supuestos tecnócratas eficientes, han conducido al predominio en la política peruana después de Velasco de arquitectos, ingenieros, economistas, etc., de clase media en sustitución de los apellidos oligárquicos o aristocráticos, pero ambas opciones son tan dañinas como sanguijuelas parásitas.

Basta para confirmar esta aseveración el recordar la imagen proyectada en las campañas exitosas respectivas de los ganadores en las últimas elecciones. El componente común de los candidatos que obtuvieron la votación mayoritaria ha sido el utilizar la imagen de docente e intelectual universitario como garantía de solvencia profesional y ética: el ingeniero Fujimori exrector de la Universidad Agraria recorriendo sobre un tractor con el lema "Honradez, tecnología y trabajo", el economista Alejandro Toledo vendiendo a través de su vínculo formativo con universidades extranjeras el sueño de un "País posible", el "doctor" Alan García Pérez que alardeaba de una alta formación superior cuando nunca llegó a obtener el grado respectivo, Ollanta Humala militar de formación con una maestría en Ciencias Políticas y Pedro Pablo Kuczynski con una maestría en Políticas Públicas en la Universidad de Princeton. Todos aprovecharon la creencia arraigada en el imaginario de los sectores medios y bajos de que la educación superior otorga garantía de superación y progreso.

El resultado ha sido desastroso: mandatarios corruptos y enriquecidos por sobornos, juicios, asilos frustrados o repatriación, suicidios, sentencias y cárcel. Las grandes expectativas frustradas parecen haberse reducido hasta lo mínimo, lo que explicaría la opción mayoritaria por un maestro primario en las últimas elecciones, pero también el tono despectivo de la clase política tradicional que lo trata de "ignorante" y "comunista" por sindicalista. Tener ideas o convicciones ideológicas, cualquiera que estas sean no es un delito, sino el pretender imponerlas a la fuerza. La prédica de los sectores tecnocráticos y cortesanos de la política peruana explicita que no desean presidentes pensantes con ideas claras y criterios científicos, solo mediocres anuentes para manejarlos mejor y defender el statu quo, que todo siga igual, que nada cambie en la nación.

Sin embargo, hay un factor determinante en esta debacle histórica que ha pasado desapercibido: la crisis y progresivo deterioro de la educación universitaria en el Perú. ¿Cómo es posible que ni uno solo de estos miles de egresados, titulados y postgraduados del sistema de educación superior manifieste una sólida formación profesional y ética como para rechazar e impedir el aumento de la corrupción, el pillaje y el usufructo ilegal de los recursos de toda la nación? Entre los componentes explicativos de esta situación, existen dos que es indispensable señalar: la obsolescencia de nuestro sistema de educación superior y el individualismo ciego de los profesionales del país indolentes a los graves perjuicios que su indiferencia egoísta acarrea al país. Pareciera que se ha impuesto la mediocridad en la formación universitaria nacional y una tolerancia absurda ante la corrupción en el ejercicio profesional cotidiano. Abordemos el primer aspecto, parar dejar el segundo a una próxima reflexión.

La actual Ley Universitaria 30220 del 2014, cuyo artículo 82 precisa que los profesores ordinarios y contratados están obligados a tener, al menos, el grado de maestro para la formación en pregrado; y el de doctor en el caso de doctorados. Sin embargo, a pesar de los más de siete años transcurridos para adecuarse a este requisito, a la fecha, de los 23.611 docentes de universidades públicas, el 76% (17.944) ya cuenta con estudios de posgrado; mientras que el 24% (5.666) aún no lo acredita. No obstante, de este último porcentaje, más de la mitad sí ha egresado de dichos estudios, pero todavía no obtiene el título o está en proceso de inscribirlo. Es decir, solo el 38 % tienen estudios y los grados respectivos. En las universidades privadas el porcentaje de docentes que poseen un postgrado es aún mucho menor, de modo que el panorama es desolador.

Asimismo, hay un vacío en la ley vigente que se ha puesto en evidencia durante este periodo de implementación, consecuencia de no diferenciar las carreras académicas de las profesionales. No se establece que los grados de maestría y doctorado deben de ser de la especialidad de pregrado o de áreas interdisciplinarias para las especialidades profesionales. De modo que, hecha la ley hecha la trampa, la gran mayoría de estos magíster y doctores lo son de administración, educación, ciencias políticas, etc., es decir, maestría que no son de su especialidad. Por lo tanto, no redundan a favor de una formación académica que potencie la investigación y la tecnología, sino sirven de requisito administrativo para el gobierno universitario y la gestión burocrática universitaria. En conclusión, no ha servido para mejorar la calidad de la enseñanza e investigación, sino para el corporativismo de las castas sectarias que manejan la educación superior. Así, tenemos ingenieros, contadores, odontólogos, médicos, etc., que sin destacar en sus respectivas profesiones aparecen como autoridades “expertas” en educación, sin registro de producción intelectual ni artículos indexados, pero con años de continuidad en la desastrosa política de gestión.

La pésima implementación de la disposición que exige maestría o doctorado para ser docente universitario ha traído como consecuencia un incremento extraordinario de la demanda de la formación en postgrado, cuya consecuencia ha sido grandes ingresos por dicha modalidad sin ningún control ni supervisión académica. Así, la mediocridad se ha extendido por la pérdida de la calidad y exigencia en la obtención de grados académicos. Ha servido para la burocratización del sistema de investigación convertido en desfile de trámites y requisitos, sin relación con la producción de ciencia y tecnología, cuyos registros e índices nos ubican como nunca antes solo por encima de Bolivia y Venezuela.

Lo que ocurre en el Perú no es la excepción, sino algo recurrente en varias partes de mundo. La privatización de la educación y la pauperización de la enseñanza pública ha implicado una generalización de la ignorancia, que obvia que constituye la única medida reconocida para un desarrollo sostenible. Por eso, no sorprende que estudios realizados en varios países encontraron que los puntajes de coeficiente de inteligencia en las poblaciones analizadas habían disminuido considerablemente en los últimos años en comparación con generaciones anteriores. Al parecer a inicios de la tercera década del tercer milenio, como afirmó Platón, "la ignorancia es el peor de todos los males".

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