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Con Dios en Pimentel

  |   Gerardo Carrillo / Chiclayo Paradise   |   Mayo 19, 2011

Habíamos cerrado La Taberna. Paco, el dueño del bar al que íbamos enfermizamente todos los fines de semana, nos había invitado amablemente a retirarnos luego de que Henry gritara que él era el quinto Beatle. "Esto es demasiado, ya están desvariando muchachos",nos dijo dándonos un par de golpecitos en la espalda. "Mejor vayan a dormir". 

Era cierto, estábamos ebrios, así que la mayoría se arrojó a los asientos de los taxis como si se tratasen de verdaderos salvavidas. Solo `el Negro´, `Suavecito´ y yo decidimos continuarla en el G y V. Eran casi las cinco de la mañana y el único lugar en el que podíamos comer un ceviche a esa hora, incluso antes, era allí.  

–¡Hey, ese es `Bukowskito! â€“nos advirtió `el Negro´ cuando entrábamos a ese famoso restaurante sucio y decadente. 

`Bukowskito´, que ni sabía por quién diablos lo llamábamos así, salía del lugar justo cuando extendía su mano con una pierna de gallina a medio comer y se la regalaba a otro borrachín madrugador.  

–¡Vamos a la playa carajo! â€“gritó apenas nos vio. 

–¡Vamos! â€“dijimos en el acto. 

Subimos al carro y, cuando observó la cara de aburrido de `Suavecito´, le aseguró que lo dejaría en su casa. Faltando varias cuadras para llegar lo bajó diciéndole ya chochera, hasta aquí nomás y aceleró como un loco hacia la carretera a Pimentel. `El Negro´ y yo estallamos de risa viendo la cara de sorpresa que nos dejó `Suavecito´. Solo cuando `el Negro´ sintió los 130 km por hora en su pecho perdió la risa. Yo, en cambio, empecé a gritar excitadísimo que se chocara contra uno de los postes de aquella vieja carretera de una sola vía. 

–¡No quiero una muerte trillada! â€“respondió `el Negro´ al instante bajando las revoluciones a mis alaridos. 

Cruzamos medio Pimentel en un pestañeo. Nos aparcamos frente al mar en el primer malecón, cerca de unas abandonadas tiendas de esteras que en verano siempre están al tope de gente queriendo beber. Sacamos las cervezas y en un instante todos contemplamos el mar en su punto más melancólico, cuando el sol empieza a desnudar lo que el océano ama más ocultar. 

–¡Este paisaje merece una mujer, una jugoza mujer! â€“ agregó `Bukowskito´ subiéndose al carro y luego extendiendo los brazos al cielo. 

En ese momento, frente a nosotros, a unos 40 metros, un grupo de adolescentes cantaban alabanzas cerca a la orilla con unas monjas que dirigían la acción. `Bukowskito´ al ver la escena, y en un movimiento violento que no esperamos, se bajó el pantalón y, como si tuviera un furioso pulmón divino dentro de su cuerpo, gritó y gritó y gritó y gritó: ¡Dios está en mis huevos!, ¡Dios está en mis huevos!, ¡Dios está en mis huevos! 

El desconcierto fue general menos para mí, que celebré el acto con una sonrisa y una botella levantada. En cambio, a lo lejos, la fila de chicos comenzó a avanzar rápidamente; las monjas aceleraron el paso evidentemente asustadas, sus pies parecían ahora más grandes que sus aureolas. `Bukowskito´ solo atinó a reírse mientras veía el cambio de ritmo que había generado. Luego de un salto ya estaba en la arena vomitando lo que le quedaba de bilis. Con apremio entró al asiento delantero y nos regaló por unas horas un ronquido digno de las pensiones para vagabundos y borrachos de las que hablaba el verdadero Bukowski. 

Nosotros cubrimos su sueño rememorando lo que en un solo rato habíamos vivido con blasfemia e inconsciencia. Después de una hora `Bukowskito´ se despertó abruptamente, miró el reloj y dijo: ¡Diablos, todavía puedo llegar! 

–¿A dónde vas? â€“preguntamos.

–Lo siento muchachos. Es domingo y debo llevar a mi mujer y mis hijas a misa.

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