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Pasajeros en trance

  |   Gerardo Carrillo / Chiclayo Paradise   |   Junio 14, 2013

Llegamos a la agencia en Trujillo y ella subió. Las luces del bus estaban apagadas, salvo la que alumbraba mi asiento al final del pasillo. Leía una novela que me tenía muy agitado, muy vivo: El Satiricón, memorias de un libertino romano. Al momento, ella se paró a mi costado y con voz prudente pidió acomodarse en el asiento junto a la ventana. Y yo –entre la luz de la luna que suele filtrarse en los viajes y esa tenue luz de lectura– hice el escaneo clásico, rápido e inevitable. La chica de tez trigueña y pantalones gastados que cubrían unas firmes piernas, que traía sandalias y un bivirí que dejaba entrever admirables curvas, se sentó a mi lado con ese aire medio desaliñado, medio hippie, medio seductor.

Para no incomodar, decidí apagar el foco, pero ella inmediatamente encendió el suyo. Tomó un libro pequeño que acomodó casi a la altura del busto. Con un poco de esfuerzo pude ver que leía algún capítulo de una biblia de bolsillo. La devoción con la que comenzó a leer me hizo pensar que tenía algunos cargos de conciencia por limpiar, no obstante, a la vez se veía tan libre y, en mi inalterable arrechura, tan dispuesta. La imaginé desnuda y solo con un pequeño crucifijo sobre sus pechos, como en el porno sacrílego. Fue entonces que entre mis pantalones se forjó la intrépida idea de esperar como una araña, de esperar a que la oscuridad y la ensoñación despojen los reparos.

Luego de casi una hora, ella apagó la luz. Solo nos alumbraba escasamente la luna que se imponía tras la ventana del lado derecho del bus. Al principio ambos nos mantuvimos firmes en nuestros asientos, pero después de varios minutos, cerca de las dos de la mañana, nuestros hombros y brazos estaban ya insinuantemente acomodados. Era el momento de avanzar.

Lentamente mi mano fue sumergiéndose bajo su bivirí. Ella empezó a arquear el cuerpo con cada milímetro ganado por mis dedos. Desde la cintura avancé suavemente hasta llegar a sus pechos, que se presentaban carnosos, voluptuosos, soberbios. Los toqué en círculos, a ratos con prudencia, a ratos con fuerza, hasta terminar acorralando a la aureola. Sentí su pezón firme, como si esperara su momento, la humedad de una lengua con algo de instrucción.

Con violencia acomodé su bivirí y lamí sus senos. Mi mano se coló bajo su vientre hasta llegar a su fuente ansiosa. Hurgué dentro de ella, sentí su temperatura. Ella cogió mi falo con una soltura incendiaria que esperaba desde el inicio de ese encuentro clandestino. Y ambos nos brindamos un poco de placer en esa noche de tránsito. Los amplios asientos del bus cama ayudaron a ejecutar con intensidad, pero con sigilo, cada acto. Las caricias de carretera concluyeron antes de quedarnos dormidos en la entrada de Lima.

Cuando desperté por la mano de la terramoza, me percaté que ella ya se había ido. Había bajado en el terminal anterior. Su huida en silencio me hizo pensar que ahora ella cargaría otro remordimiento, que seguramente leería su pequeña biblia con más pasión. Pensé también que todo había terminado allí. Bajé satisfecho con la experiencia.

Pasaron un par de semanas y recibo un mensaje a mi correo. Era ella diciéndome que quería encontrarse conmigo, que no me asustara, que no era una loca obsesiva y que mis datos los había conseguido porque era jefe de terramozas de la agencia y aquella vez viajó como una pasajera más. Le respondí agradeciéndole por la noche, por permitir el momento, pero le dije que no podríamos vernos, que tenía novia y seguiría con ella. Además, fue un "no literario", simplemente no quería malograr la historia con un romance que no me entusiasmaba.

Me escribió un par de veces más insistiendo, pero ya no respondí. Pasaron algunos años, muchos años, casi una década, y hace unos días recibo una invitación en Facebook. Era ella, otra vez ella, y ahora no sé si quiera escapar. 

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