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Esa loca (1)
| Gerardo Carrillo / Chiclayo Paradise | Enero 05, 2013
Se acercó y me dijo: “Creo que yo soy como túâ€. Y sonreà mientras ella se acomodaba del inevitable desconcierto que le generaba su afirmación. ConocÃa algunos de mis textos, casi vivÃa en internet y le gustaba leer; era una socióloga que pintaba algunos extraños cuadros llenos de caos, como mi vida, decÃa. “Te conozco por muchos amigos en común y tus escritos hablan por tiâ€. Su pretensión me generó más sonrisas, sobre todo porque estaba a punto de caer a más de un abismo.
HabÃa llegado a propósito a una de las fiestitas que se armaban en el Buk Bar. Estaba con un grupo de artistoides aparentemente muy trasgresores y con quienes podrÃa tener fácilmente alguna relación más que intelectual. Sin embargo, ella juraba no haberle dicho algo semejante a ninguno de ellos y que su confesión era el resultado de mucha información sobre mi vida y mis excesos. Yo seguÃa sonriendo como hacÃa Buda cuando le preguntaban sobre la existencia de Dios. Ella no sospechaba la profundidad escondida de los enteogenos y la visión que obsequian los cerros. Luego descubrirÃamos la luz de esos nuevos senderos, pero esa noche ella habÃa escogido el difÃcil camino de conocer a un alma atormentada más.
¿Y qué te hace creer que nos parecemos?, le dije. “No sé, nos gusta el arte, tú escribes y yo además de pintar también me desato en la poesÃa. También he publicado lo que escribo. Nos gustan las mismas bandas, pelÃculas, lugares, tragos, vicios…†y desató una risa entre avergonzada y feliz.
¿Cómo estás tan segura de conocerme bien?, le repliqué. “Porque como te repito, tenemos muchos amigos en común. Además ya sabes cómo son las lenguas largas en pueblitos como Chiclayo. Y no te olvides del Facebook, ese riquÃsimo y peligroso archivo de nuestras vidasâ€.
Me recordó también que los dos habÃamos estudiado carreras sociales y que –por su trabajo– ya comenzaba a viajar mucho y le permitÃa expandir sus conocimientos sobre la realidad del Perú. Eso la hacÃa muy feliz. Y cuando se sintió más suelta, comenzó a criticar mis textos sin dejar de agregar a cada análisis alguna ironÃa sobre la lucidez del alcalde, de sus tristes y convenidos seguidores y, sobre todo, de sus decisiones. Sus argumentos me excitaron tanto como el momento en el que acomodó su polo algo suelto y corto y dejó entrever su hombro y aquella liga morada del brasier que reposaba sobre su piel trigueña. Inevitablemente la imaginé desnuda. Ella vio mi mirada y siguió sonriendo y conversando con frescura.
No pasó mucho tiempo para medir con exigencia cuánto creÃa conocerme. Entonces como en juego, y con la tÃpica sonrisita del lanza, sin esperar más le dije Bueno, no sé si nos parecemos, pero si quieres que te crea, comenzaremos por ir a un hotel.
Ella rió e inmediatamente tomó mi mano y dijo tajante: ¡Vamos!
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