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Un ron en Parque Rázuri

  |   Gerardo Carrillo / Chiclayo Paradise   |   Mayo 18, 2011

Había quedado con Richard para encontrarnos con las chicas. Las dos tenían por entonces unos buenos culos como para motivarnos lo suficiente. Compramos un ron y las llevamos a la oscuridad del Parque Rázuri, en Santa Victoria. Yo tendría 20 años y no sería mi primera vez entre la clandestinidad de aquellos altos y frondosos árboles. La primera vez había sido unos años antes con una chica de culo en expansión. Recuerdo que estaba sentado en el filo de una puerta y ella descubrió su universo de carne cerca de la medianoche de un verano noventero. Miramos las estrellas apasionadamente mientras acariciaba delicadamente sus pequeñas lunas. 

Eran tiempos en que divertirse en Chiclayo significaba alquilar cintas de vhs en Video Géminis, ir a contadas discos como Dreams o Lettage y no faltar a la kermés del Pardo o el Santa Angela. Sin Real Plaza, ni tantos bares o discos. Sin celulares ni cámaras. Sin Facebook y Twitter. Sin tanta globalización. Una época conveniente para visitar constantemente a las amigas en su casa y llevarte un buen agarre o una noche de total compenetración. Y si no se podía en su casa, al hostal. Pero esa noche sería en el parque, otra vez y sin planificarlo. 

En realidad el plan inicial con Richard era ir cada uno a su cuarto en caso las chicas accedieran. No contamos con que Roxana se volvería loca porque la follen ahí, en el jardín y frente a su amiga que a lo mucho te ofrecía un beso, pero no su flor. Yo tampoco pensé que sucedería lo que sucedió. El alcohol y el arrebato se juntaron (como suelen hacerlo), así que cuando Roxana comenzó a cogerme la pinga, activó algo en mí que no habría como detener hasta una bien gozada eyaculación. Quizás creyó que no respondería, quizás sí. Lo definitivo fue que la recosté, la volteé (porque no quería besarla) y la penetré de lado mientras ella gemía y reía como una enferma. 

Yo para entonces ya estaba poseso, pero en uno de mis destellos de conciencia vi como su amiga nos observaba con un rostro entre el espanto y el asco. Loco, y solo por joder, levanté a Roxana sin desconectarnos y la lancé contra el pecho de su amiga sin dejar el movimiento de viene y va. Su amiga trató de escapar, pero el peso de nuestros extasiados cuerpos se lo impidieron. Nos servía de colchón y no dejaba de quejarse. La cogí de un brazo para que no se escapara e intenté lamerle los pechos antes de que huyera desesperada. 

Richard reía a carcajadas y toda esa decadencia parecía sacada de una escena de La Naranja Mecánica. Lo último que recuerdo es mi cabeza apoyada en el césped y mis ojos concentrados en las luces amarillas de los postes que iluminan el parque. Y claro, Roxana moviéndose encima con el rostro que preferiría fuera de otra, siempre de otra. 

Al día siguiente una llamada me despierta de mi absoluta resaca. Una voz que apenas reconozco me conmina: 

¡Quiero que me hagas lo mismo que a ella, pero sin tanta gente!

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