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Poética del dolor

  |   Alex Neira / Descargos de conciencia   |   Diciembre 28, 2012

“Sacas de mí mi mejor yo”, le decía Pedro Salinas a su amada.

Además de emotivo e idílico, virtuoso el poeta español.

No diré suertudo, seguro que si pensaba así era por su propia óptica del mundo.

Por cómo fue reforzando su carácter en armonía con sus quereres más profundos y la sociedad en general.

Suceden, con todo y eso, también ocasiones en que el mejor yo de un poeta puede fluir por su amada, en efecto, a través de sus poemas, pero no necesariamente ese yo se desenvuelve con efectividad en otros campos de su vivir.

(Quién sabe, acaso al mismo Salinas le sucedió con otro amor).

De hecho, conforme superiores fueron las gestaciones de algunos poemas de múltiples liróforos, entretanto un yo se iba realizando más y más, en otros ámbitos de su existencia –o en los demás inclusive– ese mismo yo se entregaba a la ineptitud.

Sylvia Plath alcanzó la consumación poética mientras se hundía en el pantano de la soledad y la depresión delirante.

“He visto la luz”, dijo en el cenit de su espiral autodestructor. Esa metáfora usó con un vecino, al parecer en un diálogo casual, momentos antes de decidir encerrarse en su cocina para morir asfixiada por el gas liberado luego de ingerir sedantes.

Póstumamente se supo de su hondura versificada pero asimismo lo mal que se desplegó ese yo artístico en su papel maternal.

Aunque… pudiera ser que tengamos diversos yo.

Digo, no será tanto que un yo se desarrolle a mil por hora en un aspecto y pésimamente en los demás, sino más bien un yo en especial –de los distintos y contradictorios con los cuales cargamos– no permite que los otros aparezcan.

A lo sumo alguno de pronto se distinguirá borrosamente, empero nada contundente por último.

Tal vez poetas como Sylvia Plath pervivieron con un yo delirante que, cual plomizo demonio de armas tomar, se apoderó de su alma de tal manera que su lucidez sólo quedó efectiva para trazar “composiciones”.

Para “plasmar”, y de paso y por lo mismo “plasmarse”.

Más que fijo hoy por hoy, y hasta el sanseacabó de la historia, se arrastrarán por ahí poetas sobresaltados por esos mismos autoelectroshocks espirituales.

Qué va, ¡pacientes del mismo mal!, después de ella, por qué no, con el “síndrome Plath”.

A medio captar las hondas de la cordura, quizá hasta menos.

Tantas tempestades contiene nuestro sistema de realidad que ir a parar a la poesía no es precisamente desembarcar en tierra firme.

Es verdad que se anda sobre su suelo con una solidez de arena-húmeda-de-orilla, cierto que se puede conseguir tranquilidad, hasta paz; no obstante la misma solidez que se percibe es como la de un promontorio, que a la menor tormenta suele desaparecer.

¿Sería posible continuar sin reveses, lejos por completo de turbulencias? Sumergirse bastaría ya sólo una vez: es un viaje sin retorno, son las aguas revueltas de la muerte; la poesía al final de todo bien puede ir de la mano, y como amiga ideal, con la decisión cada vez más contundente de darle punto final al existir.

Perfecta confidente, ayuda, en tanto se componen desgarradores versículos, a coger fuerzas para partir antes de tiempo.

“Poco sabe del amor quien se cansa de amar”. …Qué hubiera interpretado justamente Sylvia Plath de esta frase de Raimundo Lulio.

Me interrogo puesto que Plath, si bien se dio muerte, nunca se cansó de amar.

Se ha establecido que no logró tolerar el alejamiento de su ex esposo.

Al ponerse al corriente de que iba a tener un hijo con su nueva camarada, estimó la posibilidad de tenerlo de vuelta demasiado improbable.

Ted Hughes, la flor inspiradora, el horizonte inevitable de la lírica poetisa estadounidense, “de la intimidad” como la tildan ahora, fue además “poeta”.

Este casi olvidado sentidor, bien mirado, es a quien valdría preguntarle, de poderse dar la posibilidad, qué sensación le ha causado la lectura de “poco sabe del amor quien se cansa de amar”.

Para Savater esta frase engloba mucho, en el sentido de que no podemos retener la belleza de las personas queridas, ni evitar que mueran. Lo que en sí se encuentra en nuestras manos es continuar amándolas.

La mayoría de las relaciones amorosas empiezan con deseos claros y superficiales como el que produciría el antojo por un tipo particular de chocolate o una marca en especial de camiseta.

Los poetas, desde luego, están incluidos.

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