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Dime qué captas y te diré quién eres

  |   Alex Neira / Descargos de conciencia   |   Marzo 31, 2014

Da asco e indignación ver cómo tanto supuesto intelectual, es decir persona que se expresa en nombre propio sobre asuntos generales, secunda las medidas grotescas y brutales para con algunos delincuentes por parte tanto de la policía como de algunos miembros de la comunidad.

Que lo fomenten ciudadanos sólo nominales, sin formación cívica, se comprende, pero que lo hagan personas que han pasado por diversos niveles de formación democrática es asunto delicado.

“Dime qué lees y te diré quién eres”.

Claro está, no basta con leer mucho sino leer textos que fomenten nuestra humanidad y universalismo; es decir, que hagan razonar, comprender, convivir, antes que odiar, violentar y asesinar.

Estos intelectuales pueden saber escribir con cierta maestría, qué sé yo: armar oraciones metafóricas como concisas, alegremente retocadas con adjetivos criollos, pero eso no quita su miopía humanística, su falta de miras como hombres de pensamiento, que deberían buscar un progreso en nuestros ideales civilizatorios.

“(…) Ser civilizado no significa haber cursado estudios superiores o haber leído muchos libros, o poseer una gran sabiduría: todos sabemos que ciertos individuos de esas características fueron capaces de cometer actos de absoluta barbarie. Ser civilizado significa ser capaz de reconocer plenamente la humanidad de los otros, aunque tengan rostros y hábitos distintos a los nuestros; saber ponerse en su lugar y miramos a nosotros mismos como desde fuera (…)”. Este extracto de Tzvetan Todorov al final de un discurso esclarece un poco lo que vengo diciendo. Ahora traigo a colación al maestro Sartori: “(…) el mundo que no reconoce valor al individuo es un mundo despiadado, inhumano, en el que matar es normal, tan normal como morir. Era así incluso para los antiguos, pero ya no lo es para nosotros. Para nosotros matar está mal, mal porque la vida de todo individuo cuenta, vale, es sagrada. Y es esta creencia de valor la que nos hace humanos, la que nos hace rechazar la crueldad de los antiguos y, todavía hoy, de las sociedades no individualistas”. ¿O delira este politólogo italiano?

Dice el filósofo Isaiah Berlin al respecto que la diferencia entre un hombre civilizado y uno bárbaro es que el hombre civilizado puede morir por ideas en las que no cree del todo. ¿Pero en qué sentido? Pues en que en política no hay absolutos, todo progreso es transitorio, siempre hay que revisar, revitalizar y mejorar los pactos así como los avances sociales. Dicho esto, ¿qué pasa si se es una persona con ventana para opinar en una columna o un blog y se desconoce esta perspectiva, los valores y principios de nuestra cultura democrática. Entonces no nos estamos refiriendo a intelectuales en sentido estricto sino más bien a oportunistas incívicos disfrazados de personas con ideas propias.

Se les puede reconocer justamente por sus textos, siempre en armonía con el grueso de la población, siempre buscando caer bien, agradar, gustar y muchísimo; intentando antes que convencer, persuadir, sobrevalorar los malos instintos.

Van a favor de la corriente “de masas”, apuntan donde apunta el pueblo; creen, en su escasa formación, que lo que sale de allí es lo que se debe defender. Oportunistas burros o algo idiotas, y de mal corazón, como decía.

Claro, indignan, para volver al inicio de mi artículo.

Algunos, los más bajos, son solapados, y por ellos el esfuerzo de estas líneas. En lugar de defender los principios y fundamentos de nuestro sistema jurídico y político, de explicar porque no hay que salirse del civismo, hacen preguntas y platean historias de antidemócratas con la finalidad de quedar bien para ambos lados.

Para quienes están a favor y para quienes están en contra de la “mano dura”.

No se definen, pura y claramente no toman partido, o mejor dicho lo hacen con  astucia zorruna, preguntando y preguntándose si sujetos sin respeto a los Derechos Humanos deben dirigir puestos de decisión en seguridad ciudadana.

Por eso es imprescindible hacer el papel de discutidor, de poner sobre el tapete ideas, usar la cabeza y no el ciego corazón y la corta y mala lectura, recodar que tanto el bien como el mal existen en cada ser humano y que son las leyes, abstracciones dadas por la sociedad,  perpetuamente sujetas a cambios permanentes, quienes sirven de igualadores frente a los distintos abusos y diferencias de nacimiento y otras particularidades.

Decía Voltaire, aquel patriarca del periodismo y ejemplo paradigmático del intelectual comprometido, que al marcharnos del mundo, lo dejamos tan tonto y tan malo como le encontramos al llegar a él, y es verdad matemática si pensamos en nuestra condición existencial.

Creciditos aprendemos que hay reveces, que la vida no es negro y blanco tampoco, pero institucionalizar o en su lugar aceptar la mano dura, imponer el bien común a la unicidad esencial de la “persona humana”, una perversión de la libertad, una irresponsabilidad acerca de nuestras decisiones como seres pensantes, cultivados, autónomos.

Hace unos meses murió Nelson Mandela, un tipo de estos que más bien necesita nuestro país, y en sí todo el mundo.

Mandela a pesar de sufrir muchos y largos despotismos, humillaciones y torturas, no salió de prisión y se valió de su calidad de sufrido e injustamente violentado para vengarse de sus múltiples opresores; durante su encierro estudió leyes, y desde allí, como abogado, escritor y ciudadano consecuente, combatió  a sus crueles, fuertísimos y despiadados contrincantes, opositores, en ningún caso “enemigos”.

Con ideas, fomentando paz incluso cuando tuvo que combatir.

Construyendo humanidad, civilizadamente.

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