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Primer aniversario

  |   Alex Neira / Descargos de conciencia   |   Mayo 10, 2014

 

—Bueno, ya entendí, voy a ver qué le compro.

En mi lectura de libros por empezar elijo la correspondencia de correos electrónicos entre dos colegas de primer nivel, autores consagrados y que no sólo me fascinan, sino por los cuales siento «inteligible» devoción; voy a las cartas entre Paul Austen y J. M. Coetzee, las cuales según la reseña que las antecede es «un diálogo epistolar entre dos grandes escritores que se convirtieron en grandes amigos». Procura el reseñista condensar la obra y, se intuirá, lo conseguiría con un punto final allí mismo, pero seguro por razones propias del vender se explaya: «El deporte, la paternidad, la crisis económica, el arte, el incesto, las malas críticas, la infancia, el matrimonio, el amor… son sólo algunos de los temas que tratan en los tres años que cubren estas cartas. Llena de citas, anécdotas personales y referencias cinematográficas, esta correspondencia ofrece un retrato íntimo de dos de los escritores contemporáneos más interesantes.»; el final «retrato íntimo de dos de los escritores contemporáneos más interesantes» me produce una cólera que casi me hace vomitar el desayuno, de ahí el volver a leerla a modo de castigarme por tanta bilis. Lo peor de todo es que ahí no acaba, a continuación, ya en cursiva, cita unas líneas de ambos autores en pleno cortejo amical, sentimiento éste —la amistad— que desde un primer momento llamó mi atención, en el sentido de que me pregunté si realmente podría florecer entre dos grandes escritores. «Pero por qué no, si son personas de carne y hueso», si mal no me acuerdo me respondí con la rapidez del rayo, y ya al segundo siguiente ingresé a la lectura en cuestión. Y es que había otro pensamiento en mi mente, y que me incitaba a leer. El amor. Sí... «el amor».

Para esto una aclaración. Creo muchísimo en el azar a la hora de componer. Estoy de acuerdo con Antonio Muñoz Molina en que un escritor rara vez busca, y más bien encuentra los temas a tratar. Se los encuentra como cuando vamos por la calle y distinguimos una moneda a unos pasos de nosotros y sin más la recogemos y la hacemos nuestra. Ahora, cuando digo «rara vez busca» voy a que existen excepciones. Por consiguiente —vivía una excepción—, ¡qué va!, tenía un tema que debía presentar, que no podía inclusive dejar de tocarlo. O sea, así se me viniera a la cabeza una idea donde habría harto por indagar, que de entrada me daba la corazonada serviría para trazar muy rápidamente un razonamiento, sea mediante un artículo, un cuento, un relato, una fábula, un poema… pues «no podría ser» ya que mi tiempo disponible me exigía antes que nada cumplir con lo autoplanteado. Para mí, el azar básicamente se manifiesta una vez determinado el tema, de ahí en adelante es como si mis antenas se pusieran en alerta para ver, oír, leer, todo en relación a lo propuesto. Entonces doy con lo anhelado más pronto que tarde. (Reitero: esto por lo regular).

Volviendo al hilo de mi texto, debía escribir algo sobre el amor, y más claramente sobre «el matrimonio». Me dije hacía un par de días, «tengo un espacio para mis temas personales, no puede ser posible no exprese unas líneas acerca de mi matrimonio con Ingrid, encima cuando dentro de unas horas será nuestro aniversario». Ciertamente, en aprietos como éste, regreso a ciertas lecturas, las cuales actúan como aliciente para facilitar al azar. Pero esta vez no daba con una; contaba con una veintena de libros sobre el escritorio y nada de nada. «¿Dónde estás azar?», me interrogaba en silencio, ya medio asustado. Seguidamente, sin más, con el ánimo por los suelos me decidí por recomenzar por un libro aún no abierto. “Aquí y ahora” —las cartas entre Austen y Coetzee— fue el elegido.

«El matrimonio es sobre todo una conversación, y si marido y mujer no encuentran un modo de ser amigos, su unión tiene pocas posibilidades de subsistir. La amistad es un componente del matrimonio, pero el matrimonio es una discusión que no deja de evolucionar, una eterna obra inacabada, una continua exigencia de llegar al fondo de sí mismo y reinventarse en relación con el otro, mientras que la amistad pura y simple (es decir, la amistad fuera del matrimonio) tiende a ser más estática, más cortés, más superficial». Cuando —¡oh maravilla!— me choqué con estas líneas quedé trastornado. Me vino a la memoria un apotegma de Ortega y Gasset: «Los grandes escritores nos plagian»; qué delicia, en esas líneas se encontraban mis propios sentimientos e ideas todavía por retratar. «Ansiamos la amistad porque somos seres sociables, nacidos de otros seres y destinados a vivir entre otros seres hasta el día de nuestra muerte, pero cuando se piensa en las peleas que a veces estallan incluso en el mejor de los matrimonios, los apasionados desacuerdos, los exaltados insultos, los portazos y platos rotos, se comprende enseguida que tal comportamiento sería intolerable dentro de los decorosos ámbitos de la amistad. La amistad significa buenas maneras, amabilidad, constancia en el afecto. Los amigos que se gritan rara vez continúan siéndolo. Los maridos y mujeres que se gritan suelen seguir casados; a veces felizmente casados.»; ya me quería ir a buscar a Ingrid para leerle estas palabras.

Finalmente, por esto de tener que cambiarme de ropa, salir hasta su oficina, y con la facilidad del teléfono celular… acabé por llamarla.

—Amor, ¡no sabes!, me había impuesto el deber de escribir sobre nuestro aniversario, pero no encontraba la forma correcta, todo lo que empezaba me dejaba de gustar a los pocos párrafos.

—Alexito, cielo, sinceramente estoy bien ocupada.

—Amorcito, pero es que estas líneas que te quiero leer esclarecen mis propios pensamientos.

—Por qué no sólo me compras algo, como todo el mundo.

—¡Suaveee!

—Bueno, entonces mejor leo yo misma esas palabras «que no son tuyas».

—Mi vida, recuerda a Montaigne, «yo no cito a otros más que para expresar mejor mi propio pensamiento».

—Ya, ya, ahora te tengo que colgar.

Con Ingrid cumplimos nuestro primer año de casados, es verdad, pero llevamos juntos algo más de once. Hemos pasado por múltiples problemas, peleas, conflictos, así como alegrías, dichas, acontecimientos desmedidamente hermosos e inolvidables. Cuando decidimos casarnos, lo hicimos debido a que quedó embarazada, dado que vivíamos juntos desde unos años antes. Se suponía —por lo menos yo pensaba así— el matrimonio «sería la primera causa de divorcio», y por otra parte, alguna vez leí que todo matrimonio acaba cuando nacen los hijos. Tampoco olvidaba a Sócrates, quien refiriéndose a este pacto social dijo —al menos según Platón— que no debíamos casarnos, pues si encontrábamos una buena esposa seríamos felices, pero si en su lugar nos iba mal, nos convertiríamos en filósofos (conviviendo con Ingrid podía ser feliz, y al no estar casado no quedaba cerrada la posibilidad de alcanzar cierto grado de filosofía). Por lo demás, yo, desde antes de conocerla, guardaba ya una admiración inigualable por este pensador entre pensadores —al margen de este comentario ser una sutil ironía sobre su persona.

Nos casamos por el bebe. Por la sociedad en la cual crecería. Pensamos, fuera de nuestras decisiones, muestro hijo no podía desarrollar —si sus padres se amaban— fuera de un hogar matrimonial. Había que ir con las normas que después de todo es dentro de la sociedad donde cada cual adquiere su autonomía y libre pensamiento.

Ahora bien, «la amistad es un componente del matrimonio, pero el matrimonio es una discusión que no deja de evolucionar, una eterna obra inacabada, una continua exigencia de llegar al fondo de sí mismo y reinventarse en relación con el otro». Sí, en absoluto de acuerdo. Por lo menos esa ha sido mi experiencia. No sólo me casé, soy mejor persona (o eso estimo) gracias a mi familia, a mi hijo, en relación tanto con mi esposa como conmigo «me he reinventado». La forma de afrontar los laberintos e impasses del camino ha «cambiado». Aún más: cuando veo a Ingrid mirar a Ángel, apachurrarlo contra su pecho, pensar en qué le falta, cómo hará para darse tiempo para poder pasar más horas con él… simplemente percibo mi corazón en la boca, que mis fibras más íntimas resuenan por una melodía de sentimiento puro a la cual quedo, pura y completamente, encandilado.

Me dirán los desconfiados, sufridos, expertos en desastres matrimoniales, todavía nos falta bastante por vivir, que recién es nuestro primer aniversario, que ya vamos a ver cómo van a ir cambiando las cosas —cómo no—. Y bueno, hasta donde sé nadie tiene una bola de cristal bajo el brazo. Habrá que esperar para ver cómo se va desenvolviendo nuestro amor de casados. Por lo pronto estoy seguro de algo: somos amigos, grandes amigos, brothers; ahí radica nuestro porvenir y nuestro pasado juntos. ¡Epa!, y como dice en otra parte de la carta citada de Austen: «Las mejores amistades, las más duraderas, se basan en la admiración». Como negarlo después de tantos años en la misma dirección: «se admira a alguien por lo que hace, por lo que es, por cómo se las arregla para andar por el mundo. Esa admiración lo ennoblece, lo realza ante tus ojos, lo eleva a una posición que, a tu juicio, es superior a la tuya. Y si esa persona también te admira a ti —y por tanto te ennoblece, te realza, te eleva a una posición que considera superior a la suya—, entonces os encontráis en condiciones de absoluta igualdad. Ambos dais más de lo que recibís, los dos recibís más de lo que dais, y en la reciprocidad de ese intercambio, florece la amistad (ibídem)».

—Oye huevas, qué le vas a regalar a la colorada —pregunta Cristhian desde Trujillo, quien acaba de llamar para ultimar detalles sobre el concierto de Fito, ¡qué ya está cerca!

—Tengo en mente unas líneas para Descargos.

—Oe no seas huevón —dice con voz grave y pausada—. A muchas de las personas que te queremos nos importa tres pepinos tus escritos.

—Ya, ya. Voy a ver qué le compro, narizón.

 

Foto: Diego Lorren Lecca

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