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Haciendo cola en EsSalud
| Alex Neira / Descargos de conciencia | Marzo 01, 2013
Hace unas horas estuve en el área de Recaudación de EsSalud.
Como era de esperarse, un ambiente anquilosado, más o igual que muchos otros ámbitos gubernamentales.
Ya me habÃan puesto al tanto en algo, pero sólo en algo, pues la realidad ha sido harto más cruda.
Se imaginarán, un personal deficiente desde el guachimán hasta quienes atienden al público por una ventanilla.
Las colas –preferencial y normal– no eran muy grandes, pero igual permanecà la mañana entera esperando mi turno.
Desde las 6 hasta las 11 debà aguardar.
Y éramos a lo sumo unas 50 personas.
Felizmente fui con un par de libritos.
Claro, no negaré la mayor parte del tiempo me la pasé leyendo.
Pero también, como se entenderá, varios sucesos y personas llamaron mi atención.
Como creà no demorar fui sin desayuno, asà pues lo primero que detuvo mis lecturas se relaciona con un hambre atroz.
Ni bien me puse de pie me percaté, el que más y el que menos, con la mirada a un punto vacÃo.
No podÃa imaginar que ya ni siquiera se leyeran periodicuchos.
Antes al menos en las colas el grueso de los varones se distraÃa ojeando las notas deportivas, mas ahora nada de nada.
Cuando estuve fuera me abordaron seguidamente dos señores: sujetos que a cambio de unas monedas guÃan en los trámites que involucra esta institución.
Sus aspectos, pese a no parecerse fisonómicamente, eran muy similares.
Camisas desteñidas hasta casi deshilacharse, lentes de patas rotas y pegadas con cinta adhesiva, zapatos viejos y deformados, barba crecida, cuerpos encorvados y manos nervudas.
Ambos con fólderes de plástico maltratados, apoyados en un parapeto de codos.
Al lado de la vereda una señora de piel tostada y cabellos negros entrenzados en una larga cola, de vestido flojo, simple, amarillento y prolongado, con sandalias de tiras negras y plantas blancas, como desparramada sobre un banquito, a la expectativa de vender los distintos bocados que en una gran canasta de carrizo muestra y oculta con un mantel.
A un metro otra señora, con blusa verde y pantalón suelto color marrón, protegida por una sombrilla anunciando a media voz: “¡Avena, quinua, soya!â€. Embazados sus productos en botellas de gaseosa, de frugos y de agua, llenas hasta casi el tope.
Seguà en dirección hacia el “Hospital Viejoâ€.
El hambre aumentaba a cada segundo.
En el tramo un joven de unos 18 años protegido por una pequeña sombrilla azulina esperaba tranquilamente consuman los huevos de codorniz que ni siquiera ofrecÃa.
A su costado una chica de unos 30 años aguardando también: soliciten las diferentes gaseosas que, bueno, únicamente tenÃa para dar.
Conforme me fui acercando al ingreso de dicho recinto, noté que la mayorÃa de la gente amontonada a esa altura eran los mismos trabajadores. Médicos, personal administrativo y enfermeras, quienes seguro por entrar a trabajar al amanecer, o, acaso por haber pasado la noche en el hospital, salÃan con desesperación a desayunar.
Es increÃble como ambulatoriamente se ha dispuesto esa especie de restaurante.
Atendido a seis manos y no cubrÃan ni a medias la gran demanda.
Colocados en galoneras o botellas: leche, avena, soya, quinua, champús.
Pan con huevo, con tortilla, con pollo estofado, con carne, con queso, con salchicha.
Conforme tomaba un vaso de champús me decidà por un pan con pollo para acompañar.
Era realmente un buen negocio, lástima que sólo ese grupito tuviera la preferencia.
Estoy seguro que los más de los desempleados de la ciudad estarÃan dispuestos a hacer lo mismo de dárseles la opción.
De hecho, esas personas deben dar una comisión a algún policÃa o miembro de seguridad del hospital, ya que después de todo es una ilegalidad.
Habrá su varita, sà que sÃ.
De vuelta a mi cola, sentado sobre una butaca como en un primer momento, ya a punto de volver a ensimismarme leyendo, una voz grave y fuerte se anunció: “Buenas dÃas, mi nombre es Marco, soy portador del VIH, o fiebre rosa, o lo que ustedes quieran. Tengo sida. Necesito internarme urgentemente en el Hospital Las Mercedes. Como muchos imaginarán, no cuento ni con lo más mÃnimo para hacerlo. Estoy durmiendo al frente entre unos cartones, ahà en una banca del parque. Por favor, denme una manito, si miran mi brazo se darán cuenta de los pinchazos que vengo recibiendo…â€.
A mi alrededor iban sacando alguna moneda para apoyarlo.
Cuando me dispuse a hacer lo mismo un sujeto a mi derecha me susurró: “todos los dÃas dice lo mismo desde hace diez años, es un drogo que busca plata pal vicioâ€.
Repuse que quizá se estaba confundiendo, entonces este caballero abrió su folder y entre documentos y diversas fotocopias de DNI me dijo que era Jefe de Personal de una fábrica de sacos; una de sus funciones era tramitar la “aseguración†de los trabajadores.
En otras palabras, que iba muy seguido a formar esa cola que yo por primera vez hacÃa, y que quizá serÃa la última.
Se entenderá, accedà a su posición.
En estos instantes, en la soledad de mi estudio, advierto que la suerte no es en sà suerte sino compromiso, o en su defecto "deberÃa serlo". Lo menos que podemos hacer quienes por diversos motivos hemos tenido una formación contracultural, es contar la verdad asà esta sea estremecedora o cruda. Gozar de una cabal autonomÃa no deberÃa ser un privilegio y en cambio sà una oportunidad para cualquiera.
Esas personas haciendo cola junto conmigo saben leer, acaso no muy bien pero saben leer. Sin embargo no utilizan esa droga, esa máquina del tiempo, aquel único submarino capaz de sumergirnos en la interpretación de nuestra propia conciencia. Y eso sucede por la forma en que se les ha enseñado, por su manera de apreciar la lectura.
Nosotros, los que leemos por pasión y escribimos por oficio, tenemos la obligación de contar y de dar una ventana, asà no sea ni muy grande y algo empañada, pero urgimos señalar una ventana, porque sabemos que se puede ser pobre o se puede ser rico, pero la alegrÃa de vivir y de afrontar las pruebas duras de la existencia, se enfrentan mejor en compañÃa de hombres y mujeres ejemplares: de buenos libros.
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