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La lira Waltersdorfer

  |   Alex Neira / Descargos de conciencia   |   Abril 02, 2013

Me dijeron alguna vez que una diferencia fundamental entre “querer con toda el alma” y “amar de verdad” estaría en que en el primer caso se encuentra antes que nada uno mismo, mientras que en el segundo es ya el ser amado lo determinante en nuestro norte.

Digamos que es verdad.

Lo que se recuerda tanto de Orfeo no es su poder sobre los seres vivientes e inclusive no vivientes a través de su lira, de su música irresistible. Más bien es su amor por su esposa a tal punto que arriesgó su propio pellejo por intentar rescatarla del mundo de los muertos, un lugar que si bien no era comparable con el infierno (lo que vendría a ser el Tártaro), estaba prohibido para los mortales, como él justamente.

Además, luego de estimar que no podría recuperarla nunca jamás, cuando la vuelve a perder por quebrantar la condición de girar a mirarla, se dejaría inundar por una desolación tan tóxica que empezó a trastocar el clima y la gente.

Sólo un colectivo ataque de desesperación explica una muerte tan sangrienta, tan cargada de violencia y saña.

Las mujeres de Tracia desesperadas, aturdidas por la fuerza de su horrísona tristeza, de lo que era capaz de hacer su aflicción en los sembríos, en sus vientres y los de sus hijas, el ímpetu minimizado de sus maridos y un constante cielo enrevesado de nubarrones… lo asesinaron con salvajismo.

Pero de alguna manera, como sucede con toda obra maestra, la historia de Orfeo continúa lozana, esplendorosa, tan mágica, conmovedora e irresistible como su mítica música.

Martín Waltersdorfer es precisamente un descendiente del gran y desconsolado Orfeo.

Los dioses lo han favorecido con llevar ya más de 15 años de contraer nupcias, a diferencia de aquel prodigioso tracio que sólo gozó a su esposa unas horas.

La rotundidad musical de su violín ejecutándose con sus diestras y particulares manos es tan perturbadora que resulta imposible no acabar sumergido en una embriagadora inercia contemplativa.

Orfeo no solamente es una alegoría del trovador –dentro de sus diversas alegorías–, mezcla de poeta, declamador, y músico; se cuenta que sus letras eran de una claridad y primor consumados; Martín Waltersdorfer por su parte, en sus más de 20 años deleitando, se ha sostenido como catedrático y profesor; en pocas palabras su “poesía” y “declamación” –hechas a base de metáforas–, las ha desarrollado entre aulas.

Recuerdo que haciéndole mención su falta de formación pedagógica, aunque lo aceptó con pudor, como quien entiende le habría ayudado mucho haber estudiado una profesión acerca de ello, alzó la voz cuando asimismo aseguró que un maestro, “una persona que va a dictar un curso con fines específicos en un área del conocimiento y con humanidad, necesita antes que nada vocación, porque enseñar algo a alguien sin aburrir, justo sin aburrir, es un arte completo”.

Estudió biología e incluso se especializó en ecología, pero como en el caso de muchos otros profesionales, a falta de una oportunidad laboral en su campo tuvo que improvisar en algo que de alguna manera consideraba era desde hacía tiempo: profesor.

Con todo y eso, pese a las responsabilidades adquiridas y un amor al día a día educativo, no dejó de volver a casa pensando tendría ya espacio para complacerse de notas musicales.

Durante un periodo se le dio por componer, por amar sus propias estructuras; hasta grabó varios temas en épocas hostiles.

Y claro, compone también muy buenos tragos, fuertecitos y sin echarle de frente cubos de hielo, como ahora tanto se ve.

Su amenidad, cortesía, bromas y risotadas, tienen el peculiar azúcar y la potencia del aguardiente de uva peruano, de un coctel de algarrobina pasadito de pisco.

En el escenario pareciera que su temperatura fuera bajo cero, de alguna manera va atrayendo con el calor de una frialdad uniforme.

Su apostura igual podría ser la de un roble solitario, gigante y lozano, en un pequeño zoológico de pantomima.

Cuando él toca nuestros paisanos y paisanas tan poco dados a estos actos de sonoridad tan fina y profunda, caen como en un estado de gracia, por unos minutos son trasladados a una zona hipersensible, donde las emociones y los sentimientos confluyen dirigidos con locura por alguno en particular, siempre confluyendo, en violinista armonía.

Bien mirado, sin vibratos ni énfasis fáciles, el sonido de su violín ha penetrado con precisión los constantes cambios de viento chiclayanos, los corazones fríos y pequeños hasta quizá de algunos tantos (y tantas).

Napoleón Bonaparte fue sordo para la música, dijo de ella que le parecía un rumor. Sin embargo, o mejor dicho, a pesar de ello era capaz de comprender que otras personas sientan por ésta lo que él, como general y hasta emperador percibía por el poder: “Me encanta el poder, pero lo amo como un artista. Me encanta como el músico ama a su violín, para extraer de él sus sonidos, acordes y armonías”. Y es fácil creerle cuando se conoce la pasión de Martin Waltersdorfer.

Entre Mozart y Beethoven… ¡Beethoven!, respondió sin titubear, luego se explayó acerca de cómo los admiraba a los dos para finalmente darme su punto de vista de su delirio por Beethoven.

Paganini fue inexacto cuando aseguró que a pesar de no ser guapo cuando tocaba las mujeres se echaban a sus pies. Los hombres, o algunos de ellos y sin reveses de ningún tipo, lo harían de darse el caso hasta hoy en día, y desde luego no por un asunto sexual. Aquel violinista que de tanto tocar como un ángel se alcanzó a comentar que había realizado un pacto con el diablo, más que nada sirvió a la posteridad para mostrar hasta qué punto las ondas de un sortilegio en violín pueden repercutir en la sociedad.

Ahora, y desde un tiempo, Martín Waltersdorfer colgó casi por completo los hábitos. Únicamente dicta clases en la Escuela Superior de Música “Ernesto López Mindreau”, no obstante las más concentradas de sus horas las concede a un proyecto artístico, un grupo denominado DOMO.

Con soltura de huesos me comenta sus compañeros son en absoluto “profesionales”, el ambiente generado lo motivó a entregarse con todo ya con fines rentables, en relación a solventarse con su artístico trabajo siquiera los gastos básicos.

La noche que nos hemos reunido en su casa para charlar un poco sobre mi afán de “perfilarlo”, pese a haberle anticipado por escrito que requería conversar un poco con él y además escucharlo tocar siquiera un par de temas, no cumplió con la segunda parte del trato.

Ja. Las copas y la charla nos alejaron del sentido del tiempo, cuando se lo insinué como lamentándolo antes de partir, no me retuvo.

Felizmente lo he escuchado tocar en distintas ocasiones, en sí no era necesario para estos apuntes, y supongo él como buen profesor descubrió el pensamiento oculto del alumno.

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