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La verdadera revolución de Julio César

  |   Stanley Vega / Diarioviento   |   Abril 21, 2013

 Julio César Tipto comenzó a interesarse por la poesía y la política cuando cursaba el quinto año de secundaria. Leía, entre los autores peruanos, a Javier Heraud, Manuel Scorza, César Vallejo, José Carlos Mariátegui, y de los extranjeros, a Maiakovski, Mao Tse Tung, Lenin y Ostrovski.

En 1992, año en que me lo presentó un amigo del barrio y él se disponía a postular a la universidad, no sólo leía sino que también le encantaba la música de los Kjarkas, Savia Andina, Illapu, Martina Portocarrero y Walter Humala. Incluso decidió aprender a tocar zampoña y guitarra. Pero su oído era una caverna nada propicia para las melodías. Y sus dedos jamás danzaron armoniosamente sobre el traste.

Pero además, Julio César escribía versos donde con palabras bien sencillas y mala ortografía, instaba a despertar y ser partícipe de una lucha del proletariado. Fue así que empecé a escuchar su discurso “revolucionario”. Estado podrido. Ideología burguesa. Intelectuales reaccionarios. Policías: perros del sistema. Lucha de clases. Alfonso Barrantes y Javier Diez Canseco: indeseables revisionistas. Y una serie de adjetivos rimbombantes, amenazadores.

Tipto resultó pues uno de los miles de jóvenes militantes de Sendero Luminoso que a su novia le decía compañera y a sus socios, camaradas. A los poetas que no escribíamos sobre el pueblo, la masa, una sarta de reaccionarios, tristes bufones al servicio del gusto burgués. Sus palabras y el pensamiento de su mentor, quien fue capturado ese mismo año, simplemente me importaban un rábano.

Como si de un muñeco de ventrílocuo se tratara, Julio César anduvo callado después que su líder Abimael Guzmán (presidente Gonzalo, como él lo llamaba) fue apresado y luego firmó un acuerdo de paz. Se dedicó entonces a estudiar su carrera. Hacía fines de aquel año 92 terminaba el II ciclo de Agronomía.    

Dos años después, Julio César se casó con su inseparable compañera y ambos se convirtieron en padres de una niña. Desde entonces tuvo que trabajar y estudiar al mismo tiempo. Ganarse el bitute. Pagar el cuarto donde fueron a vivir. Comprar leche, pañales. Felizmente, Sofía, su esposa, estaba nombrada como profesora. Tenía un sueldo fijo al menos.

Con el tiempo, la revolución de su propia vida comenzó a dar sus frutos. De vendedor de productos de kiwicha pasó a una empresa nacional más relacionada con su profesión. Y así, hasta hoy se desplaza en una camioneta comercializando semillas y productos químicos para la protección y nutrición de cultivos.   

Compraron su casa en una de esas nuevas urbanizaciones que son edificadas a los alrededores de la ciudad. Consiguieron una empleada doméstica que le pagaban siete veces menos que un sueldo mínimo. Empezó a salir con una flaca que la conoció en un taller de pintura. Compró un perro de raza fina. Una cara bicicleta de carrera. Y leía a Osho y Paulo Coelho. En la camioneta de la empresa escuchaba a todo volumen música celta y tribal.

Julio César se pasó de revoluciones hasta convertirse en el aburguesado hombre que alguna vez detestó.  

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