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Sal, demonio, sal

  |   Stanley Vega / Diarioviento   |   Junio 23, 2014


La verdad, yo no sabía qué diablos hacía allí, en un extremo del parque principal de La Victoria, rodeado de tantos creyentes, muchos de ellos afectados por alguna grave enfermedad. Seres humildes. Más de uno acostado en un improvisado colchón. Apenas sostenidos por unas muletas o sus propios huesos. 

Vamos, hijo, solo será un momento. De repente pasa un milagro y ya dejas de usar esa silla de ruedas, me había dicho horas antes uno de esos tíos lejanos y que andan de paso por la ciudad y yo, al ver que con mi primo Wilder no teníamos planes para esa noche, le dije: bueno, vamos y que hacía buen tiempo quería ver cómo se desarrollan esas benditas reuniones de “sanación”.

–Anímate jugador, no me digas que ya te arrepentiste de haber venido. Aparte, no estaría mal que te saquen el demonio que llevas adentro –escuché la voz de mi primo a quien en ese instante veía dando un par de aplausos y lanzando una prolongada carcajada. Mi tío, el de tercer o cuarto grado de consanguinidad, lo quedó mirando con el ceño fruncido. La gente seguía llegando.

Frente a nosotros habían armado un escenario como para celebrar el aniversario del distrito. Solo que en la parte de atrás, donde debería aparecer la imagen de una cerveza gigante, resaltaba ahora el nombre de una congregación religiosa: Iglesia Intercontinental del Gobierno de Dios. Y en lugar de un grupo de chicha o rock, esta vez una banda de jóvenes plagiaban a sus anchas, música de diversas canciones conocidas. El mayor de sus esfuerzos consistía en haberles cambiado las letras, siempre aludiendo a la fe o venida del Señor.

No sé en qué momento un hombrecito de terno azul y el cabello engominado empezó a incrementar las glorias y los aleluyas, y a decir que en pocos minutos el pastor Silva llegaría. Alabado sea el Señor. Nuestra fe nos hará libres de todo mal, porque el poder de Cristo no tiene límites.

Entonces unas chicas y chicos vestidos con polos de color blanco pasaron entre la gente, repartiendo unos sobres.

–Y es así hermanos, la obra del señor debe continuar. Es por ello que estamos dando unos sobres donde ustedes depositarán una ofrenda a Dios. Pero atención, hermanos, mientras más dinero pongan, acogidos a la gracia del señor estarán –volvió con su perorata el tipejo, sin dejar de mover el brazo.

Yo ya estaba endiablado. Y peor cuando vi que una anciana, sentada junto a quien deduje que era su hijo, puso como pudo, con las manos temblorosas, cincuenta soles en el sobre. Y mucho más endiablado aún cuando justo por donde estábamos ubicados pasó el famoso pastor y sin que yo haga ademán alguno, éste me cogió de las manos diciéndome:

–Sal, demonio, sal de este cuerpo. ¡En nombre de Dios yo te lo ordeno!

–Aguarda, aguarda reconchatumadre. ¡Me estás haciendo doler!

El farsante, casi corriendo, se dirigió hacia el escenario. Y entre la multitud, vi como un sujeto alzaba su silla de ruedas, otro sus muletas, ambos gritando, ¡milagro, milagro, milagro, milagro!  

Desde aquella época, me he dado cuenta que solo a punta de escritura puedo sacar a estos invisibles y cargosos demonios.


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