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¿Te cansaste de parecer sexy? (Apuntes sobre la vanidad)

  |   Álvaro Dí­az Dávila / Criaturas extrañas   |   Mayo 07, 2013

La vanidad es siempre un animal hambriento. Vivimos con el impulso a llamar la atención de la forma que sea y no estamos siendo sinceros si decimos que no nos importa. También cometemos un error al intentar verla solo desde la perspectiva de lo superficial o lo insulso. “La vanidad es ambición”, escribió Iván Thays. Un motor que estimula e inspira la necesidad de ser distintos. Solemos disminuir la vanidad a una forma de debilidad, un esfuerzo vano y vulgar de buscar el halago de los demás. Antes de usar esa palabra preferimos decir que se trata de “orgullo” u “honor”, cuyos significados parecen ser más decentes y edificantes. 

Sin embargo, Flaubert comparó la vanidad con un loro que pasea su plumaje entre los árboles y el orgullo con un oso que se esconde en su cueva. En la configuración interna de nuestro yo, ambos tienen misiones distintas: el orgullo protege, la vanidad alardea. ¿Podemos vivir sin la urgencia de pavonearnos de nosotros mismos? “Estoy de tan buen humor que me avergüenzo”, decía Robert Walser ante la posibilidad de que su rostro sea tan conocido como para ser colgado en una pared. Cuando se le preguntaba por qué rehuía de la fama él afirmaba: “Temo perder un poquito de mi felicidad”. Pero la timidez de Walser requiere de mucha valentía. Sabía muy bien que el ser humano es demasiado consciente de su pequeñez y se atemoriza al pensar que su muerte será un hecho trivial e ínfimo en toda esa telaraña de hechos que conforman el universo. Es allí donde la vanidad entra en juego y cobra importancia. Necesitamos presumir para existir, para hacer de la vida una experiencia más llevadera. 

¿En qué momento entonces empezamos a referimos a la vanidad como un defecto? Fue el cristianismo quien la condenó, convirtiéndola en pecado. Si uno se fascina con las apariencias, los aplausos y las cosas ya no tiene la necesidad de un Dios porque uno mismo se convierte en Dios, en un creador de su propio paraíso. Pero no seamos ingenuos. La vanidad, como todo placer, tiene sus límites. “La vanidad es una pasión incomprensible, uno de esos males como la epidemia o la guerra que castiga a los hombres. Todo en ella es desnaturalizado y forzado”, decía Tolstoi. Es verdad. Se convierte en un problema cuando algunas personas depositan en la vanidad casi todo lo que tienen. Es como creer que la calidad del show dependerá completamente de los fuegos artificiales. Construir una vida digna requiere un compromiso con tus propias verdades. Si pagas para recibir un premio estás haciendo trampa. Recibirás una atención que no te corresponde y si te acostumbras a sentir placer con esas cosas tu vida interior será pobre y tu vanidad no será más que la extensión de esa pobreza. 

Oscar Wilde, quizás el que mejor acercó la vanidad a una propuesta artística, conocía muy bien de estas limitaciones y fabricó una metáfora perfecta para explicar lo vacía que puede ser la belleza: Mientras que Dorian Gray se mantenía radiante y hermoso para todos sus amigos, adentro de su casa, oculto entre sus cosas íntimas, había una pintura de su rostro que envejecía por él.

 

Ilustración: collage análogo de Jonathan Castro (www.jonacthan.com)

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