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Una cama

  |   Álvaro Dí­az Dávila / Criaturas extrañas   |   Marzo 23, 2016

No hay nada como tu cama. Esa cama (posiblemente de plaza y media) que conoce la forma de tu cuerpo y tu peso. La cama que te acoge limpio y también sucio o sudoroso y ha hecho de todo eso un aroma particular, tuyo, que te envuelve en ti mismo.

Quizás una cama sea lo más parecido a regresar al útero de la madre. El lugar donde uno se siente protegido, consentido en el cariño de la colcha, el consuelo de la almohada. Es el territorio donde explotan tus pensamientos, el lugar perfecto para planificar, repasar lo sucedido en el día, evaluar. También es el lugar donde lloras, te masturbas y te tiras pedos. Es el lugar donde duermes, que es lo más parecido a un hundimiento placentero, la fosa donde todas las noches se refugia nuestro cuerpo y sueña. Se envuelve y se disuelve.

Te pasas recostado un tercio de tu vida; es el lugar favorito a donde siempre vuelves. En una cama naciste y probablemente en una cama vas a morir. El escritor uruguayo Juan Carlos Onetti se pasó los últimos doce de años de su vida sobre su colchón; allí  leía, escribía, fumaba, bebía whisky y daba entrevistas. Oblómov, el protagonista de una novela rusa, prefiere no salir de su habitación para evitar las obligaciones y las propuestas de la vida. En las pinturas de Edward Hopper las camas son el escenario favorito desde donde sus personajes miran al vacío, quizás hilvanando pensamientos, la dispersión hermosa de la melancolía.

Es el lugar donde haces el amor, donde recibes a otro corazón tan solitario como el tuyo. No existe otro espacio donde los amantes se sientan más vulnerables y necesitados el uno del otro. Las prostitutas y los mafiosos suelen morir en camas de hotel. También es un rectángulo que sirve como transición emocional, allí yace el ser humano que se acuesta deprimido por las noches y se despierta esperanzado por las mañanas.

Una tumba es la cama definitiva y final donde recostarán tu cuerpo sin vida. En el epitafio de la tumba de César Vallejo en el cementerio de Montparnasse, su viuda Georgette le escribe el siguiente verso: “He nevado tanto para que duermas”.

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