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MarÃa
| Julieta Reyna / PUSH | Julio 05, 2013
Pensando en unos maravillosos Oxford, los cuales espero que en algún momento sean mÃos, escribo lo poco que sucedió ayer. Aunque tal vez lo verdaderamente poco sea lo que recuerde. De todas formas, no me va a tomar más de dos páginas explicar cuántas energÃas gastamos por un cuarto de vaso de gaseosa tirada en el piso. Porque en esto estamos involucradas MarÃa y yo.
HabÃamos terminado de contemplar en su azotea el traslado de las nubes a lo que ella llamaba el norte. Yo no sabÃa para qué lado se trasladaban, de modo que solo me quedó aceptar que el rumbo que MarÃa mencionaba con total seguridad era el correcto.
Me dijo que tenÃa hambre y que en la cocina habÃa algo de pasto que su hermana habÃa preparado en la tarde. Yo, en vez de hambre, tenÃa sed. AsÃ, en menos de tres minutos estuvimos en la cocina, listas para empezar a satisfacernos.
Saqué agua del refrigerador, el cual estaba lleno de vegetales. Ella, fue a la sala, sacó un disco de Johnny Hodges y puso play. Volvió a la cocina y calentó pasto al pesto. OlÃa muy rico. Lástima que no tenÃa hambre. La música de Hodges me empezó a excitar. Sentà ganas de bailar y sacarme toda la ropa. Lo mejor vino cuando ella, quien estaba de espaldas, empezó a mover los hombros de una forma que me parecÃa muy sensual. Me encantó y no me importó que fuese mujer. Bueno, sÃ. Yo la miraba con mi vaso de agua helada y ella no se daba cuenta. Qué maravilla. MarÃa volteó y empezó a bailar. Me invitó a que bailase con ella. Repito, qué maravilla.
La canción terminó y nuevamente fue a la sala, sacó otro disco. No sabÃa cuál era, pero inmediatamente cuando sonó la música, supe de quién se trataba: Charles Mingus. Yo seguÃa de pie con mi vaso en la mano. Ella volvió a la cocina y llevó su plato al comedor. Yo la seguà y nos sentamos juntas. Me sirvió un poco de gaseosa y me trajo galletitas. Ella con su pasto al pesto y yo con mis galletitas que, según me explicó, eran de un fruto de la sierra. La música era precisa para ese momento. Entonces nos empezamos a reÃr de cualquier cosa, porque en ese tipo de reuniones uno rÃe hasta porque mueve una mano.
De pronto, sin pensarlo, le lancé un poquito de gaseosa a su polo. MarÃa en vez de reÃrse de eso, se enojó. Sus ojos se pusieron redondos y sus labios se juntaron. Todo eso y más me indicaba que mi gracia la enojó. Además, un poco de gaseosa habÃa caÃdo al suelo. MarÃa se puso de pie y trajo un trapo, me lo dio y me dijo que limpiase el suelo porque a ella no le gustaban las moscas. Yo avergonzada y sin decirle nada tomé el trapo y sequé mi error. Todo ese tiempo ella me estuvo mirando, pero no con las mismas ganas, ni con la misma intención que tuve yo cuando la miré.
Fui al cuarto de lavado sin decir una sola palabra. Asà deberÃa de estar siempre: callada, porque cuando estoy en ese estado mi vida no sufre cambios. En fin, sequé el trapo y lo colgué en el tendedero. Regresé a la sala donde MarÃa seguÃa sentada. Le hablé. Le dije que me disculpase, que no quise cometer tremendo disparate. Me dijo una serie de tonterÃas en realidad, yo solo la miraba, precisamente miraba sus pechos mojados con la gaseosa que yo derramé.
Posiblemente lo de la gaseosa fue un impulso, un impulso inconsciente que sirvió para liberar mis deseos por esa chica. ¿Y si la mojé con gaseosa porque en el fondo querÃa ver sus pechos mojados?, ¿y si la humedad era algo que yo buscaba en ella… en toda ella?, ¿y si querÃa que se incomodase para que vaya a su cuarto, se saque el polo y, claro, yo esté ahÃ… para verla, para verla y no perderme de nada, o quizás perderme de todo, pero con ella. MarÃa, ¡qué pechos de MarÃa!
Pasado ese momento, yo le prometà que nunca más lo harÃa. De hecho no estaba segura, pero no querÃa más problemas. Entonces nos dimos un abrazo. Ella fue por una casaca porque tenÃa frÃo, mientras que yo me quedé con el disco de Charles en la sala.
Foto: Alfredo el Malas.
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