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Para los Diógenes contemporáneos (II)

  |   Alex Neira / Descargos de conciencia   |   Septiembre 13, 2013


El lunes pasado Marco Aurelio Denegri, en su columna del diario El Comercio, cuenta que hace cuarenta años contrató a un albañil, necesitaba le hiciera diversos trabajos en su casa, entre estos levantar una pared.

En realidad es un asunto tangencial en su texto, en el mío no lo creo: “(…) Trabajaba muy bien, era casi perfeccionista, pero su labor, por lo parsimoniosa, resultaba desesperante y cuando a las seis de la tarde me presentaba la obra hecha, ésta era muy escasa y yo no vacilaba en reprochárselo”.

Debido, lo aclara, a que este señor no laboraba a destajo sino a jornal, lo que involucraba pagarle más.

Con todo y eso, Denegri quedó impactado por la respuesta del albañil:

–Lo que yo hago, lo hago bien. Usted dirá que me demoro. De acuerdo, me demoro, pero lo que yo hago, lo hago bien, y por eso, a mi modo, modestamente, soy feliz.

Una pared construida con maestría, hoy lo sé con resaltador, puede ayudar a generar un destino ejemplar.

¿O tendrá que ver, antes que con lo mirado, con la persona que mira? ¿Más que nada es uno mismo el que ve donde los demás no ven?

Antes pensaba así, pero las cosas bien hechas, por insignificantes que parezcan para nuestros altivos ojos, ayudan a formar la personalidad de los menores, los todavía en formación. Si bien tendrán otras tecnologías y desafíos, otros oficios, seguro muy distintos, en lo esencial coincidirán en que lo excelente es enemigo acérrimo de lo muy bueno –en el mejor de los planteamientos.

El padre de Renzo Piano también fue albañil. Dice que entre los 7 y los 10 años lo colocaba entre montañas de arena… sentado observaba el milagro del nacimiento de una pared derecha.

En la traducción de Jaime Arrambide, del reciente diálogo entre el escritor Claudio Magris y este arquitecto, se lee: “Yo crecí en una familia de constructores (pequeños constructores, de esos que de veras construyen), crecí en las obras en construcción de mi padre”, lo que acá se conoce como un Maestro de Obras, en todo caso. Más adelante agrega: “Crecí con la idea fija de un trabajo bien hecho, con la idea de que un trabajo debe hacerse en un determinado número de horas, porque si no, sale mal. Ésa es la ética de cada creación, que luego y durante, puede devenir estéticamente bella”.

Fue en respuesta a lo que mencionó Claudio Magris: “Es desconcertante â€“comentó–, ver tanta literatura actual, difusa y exitosa, que renuncia a sacar cuentas con los terremotos que han sacudido al mundo y al hombre, como si Musil, Kafka, Svevo y los otros grandes no hubiesen existido. Tanta literatura que no sabe y no quiere enterarse, y que se convierte entonces en puro consumo, o sea, algo kitsch. Tal vez porque como decía también Bertolt Brecht, siempre es kitsch querer hacer un trabajo bello, mientras que el verdadero artista debe ante todo hacer un buen trabajo, y sólo así la belleza le será dada, por añadidura”.

Por otra parte, permítaseme: “En su trabajo de hortelano, mi padre siempre se imponía a sí mismo la excelencia: en la elección de las mejores semillas, por ejemplo, en el trazado de una acequia, en que ésta estuviera limpia de hierba, etc. Vendía en su puesto del mercado y siempre llevaba una chaqueta impecablemente blanca.”, respondió en una sugestiva entrevista, Antonio Muñoz Molina, respecto a lo mismo.

Ahora bien, al hilo de todo esto, una observación: A Diógenes (el nada contemporáneo) no le impresionó tanto su padre como su maestro. Y su maestro, ya como maestro fue un sujeto bien particular. Cuando menos, si seguimos justamente a su homónimo de nombre, Diógenes Laercio, la mayor fuente acerca de él.

Antístenes no tenía ni apetecía alumnos. “Golpea, pues no encontrarás madera tan dura que sea capaz de hacerme desistir de mi empeño en lograr que me digas algo, como creo que debes hacer”, atestó impertérrito cuando Antístenes intentó amedrentarlo a bastonazos.

Así pues, otra de las características de los “Diógenes contemporáneos” se apreciaría con inusitada claridad en lo que anotó Claudio Magris en un texto de 1996.

Un verdadero maestro no es tanto un padre cuanto un hermano mayor, que pronto se convierte simplemente en un hermano. Tal vez ser un maestro signifique, hoy más que nunca, no saber que se es y no querer serlo, olvidarse de uno mismo en el diálogo que se instaura con el otro, tratarle a éste de igual a igual sin soberbia, sin condescendencia ni preocupaciones pedagógicas â€“incluso atacándole sin piedad, si es preciso.

Eso es al final de cuentas con lo que no contó Diógenes el Cínico y con lo que nosotros, hijos de otro tiempo, de la mixtura de otras mentes, sí.

Recordarán que un día, Diógenes el Cínico, se encontraba lavando unas hierbas para enseguida comer, cuando se le acercó Aristipo (quien â€“como bien sabrán– sobrevivía dando vueltas por la corte del rey Dionisio con la finalidad de generarse algún favorcito). ¡Ay Diógenes!, si aprendieras a ser sumiso no tendrías que andar lavando yerbas, le soltó. Míralo de esta manera, sí tú aprendieras a lavar hierbas no tendrías que arrodillarte ante Dionisio, replicó Diógenes; el autosuficiente ecológico en el sublime sentido de la expresión. “El perro celestial”, como aseguró Cioran lo denominó un poeta de su tiempo. Claro, ahora bastantes pensamos de esa manera, antes que el camino fácil y rastrero, un millón de veces preferible el difícil, y por el hecho mismo de costar hercúleo esfuerzo y consagración excluyente y exclusiva.

Entonces, en efecto, en tal estado es común admirar las cosas bien hechas, sean las que sean.

Doblemente bueno si vienen de un… padre.


Pintura: Diógenes.

Pintor: Jean Leon Gerome.


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